En las últimas décadas la discusión constitucional se ha dedicado, en buena medida, a estudiar, por un lado, los diferentes modelos de organización institucional que refleja o debería reflejar el Estado constitucional (diseños institucionales); y, por otro, los modos de entender el razonamiento jurídico para ese “nuevo” modelo de Estado (teorías de la argumentación). En la primera de las discusiones se abordan asuntos relacionados con la dificultad contramayoritaria, la legitimidad democrática del control judicial de las leyes, o los modelos de constitucionalismo débil o fuerte. En la segunda, por su parte, el eje discursivo gira alrededor de la teoría del derecho y del razonamiento jurídico, y su camino está marcado por el ataque o la reivindicación del positivismo jurídico como herramienta conceptual, para dar cuenta de la realidad del derecho y de su aplicación en los Estados constitucionales actuales.
El libro Deferencia al Legislador: la vinculación del juez a la ley en el Estado Constitucional plantea una forma de unir las anteriores discusiones a partir de un modo específico de entender las relaciones entre Derechos, jurisdicción y legislación, que deja de lado las disputas normativas sobre los diseños institucionales o las técnicas de interpretación, para concentrarse en un plano más profundo que se pregunta por el constitucionalismo como modelo jurídico-político. Así, esta propuesta es enmarcada por su autor, Pedro Da Silva Moreira, a partir del contraste entre dos concepciones enfrentadas de constitucionalismo: el constitucionalismo político y el constitucionalismo de los derechos1.
En ese camino, el libro parte de la aceptación de dos rasgos fundamentales de los Estados constitucionales actuales, que son: a) la consagración de derechos constitucionales en forma de principios, y b) su garantía jurisdiccional. Para el autor, la definición del contenido y alcance de los derechos/principios que se hace en el constitucionalismo de los derechos implica, necesariamente, proponer una lectura moral de la Constitución. En esa medida, es una cuestión de definición sustantiva que implica hacerse la pregunta por la autoridad: ¿Quién va a concretar esa definición? En el constitucionalismo de los derechos esa autoridad está dada al juez, más exactamente al poder jurisdiccional, con lo cual se produce una trasferencia de poder político a éste. En términos del autor, el constitucionalismo de los derechos ignora la pregunta institucional y autoritativa, que es vital para responder adecuadamente a los desacuerdos que se generan en seno de sociedades plurales.
Bajo esos presupuestos, Da Silva Moreira intenta argumentar que, aún con la aceptación de estos dos rasgos descriptivos de los Estados constitucionales actuales, si se cambia la concepción macro de lo que se entiende por constitucionalismo como modelo jurídico-político, puede recuperarse la dignidad de la legislación y, sobre todo, la vinculación del juez a la ley en el Estado constitucional que, según él, se diluyó totalmente en la concepción del constitucionalismo de los derechos.
Según el autor, el ideal de los derechos como valores morales y el contenido sustancial de la Constitución han menoscabado el procedimiento. Ante esa situación, el primer capítulo del libro recuerda la importancia de la forma y los procedimientos en el derecho, así como su papel central para la protección de la pluralidad y de la igualdad de todos los miembros de una comunidad política. Para ello, frente a un mundo de derechos, trae a colación “la advertencia de Kelsen” de no incluir principios materiales en las constituciones pues, de lo contrario, peligra la solidez de la ley en el Estado constitucional. En ese camino, Da Silva se propone desmontar la idea de que existe una equivalencia entre Estado constitucional y supremacía judicial, destacando que es posible hacer compatible la justicia constitucional con la idea de la vinculación del juez al legislador. Da Silva recuerda que para Kelsen el constitucionalismo “era una concepción a favor de la política, no de los derechos”.
En el capítulo segundo, el autor entra en discusión con tres concepciones del constitucionalismo de los derechos, las desarrolladas por Dworkin y Alexy (a quienes incluye en la sub-corriente del principalismo) y la del garantismo de Ferrajoli((Esta división se crea debido al esfuerzo de Ferrajoli de separarse del principalismo y reafirmar su compromiso con una visión positivista compatible con el Estado constitucional.)). El punto de partida del autor es el hecho de que Kelsen no tuvo éxito en su advertencia ya que las Constituciones de los Estados actuales incorporaron principios sustantivos y derechos fundamentales, y consagraron garantías jurisdiccionales para hacerlos efectivos. Así, uno de los elementos principales del constitucionalismo de los derechos es el jurisdiccional. Lo anterior porque los derechos no son declaraciones políticas, sino auténticas normas jurídicas formuladas de manera más o menos abstracta, y especificadas por los jueces. En ese proceso muchas veces es necesario acudir a razonamientos morales, políticos, económicos o de otra índole, con lo cual se produce lo que Kelsen advirtió: una transferencia excesiva de poder político al poder jurisdiccional.
En el sentir de Da Silva, las corrientes principalistas apuntan a la disolución de la institucionalización del derecho, de su jerarquía y de su componente autoritativo. Estas corrientes no prestan mucha atención a la dimensión institucional del derecho y centran su foco en la actividad judicial como núcleo del razonamiento jurídico. Lo cual ubica al juez en un rol institucional que no lo vincula a la ley, sino que lo pone por encima de ella. Da Silva explica que, por mucho que Dworkin y Alexy intenten reducir la idea de discrecionalidad judicial a partir de sus conceptos de “pretensión de corrección” o “de ideal regulativo”, la toma de decisiones sobre la base de principios (ponderaciones judiciales) siempre va a involucrar un ejercicio de discrecionalidad insoportable.
De otro modo, para descartar la vinculación del juez a la ley en la corriente garantista, Da Silva resalta que hay una conexión intrínseca entre el proyecto político de Ferrajoli y su modelo teórico de constitucionalismo. El constitucionalismo garantista está diseñado para hacer frente a los poderes “feroces del capitalismo financiero”, por ello las garantías fundamentales se oponen como límites al poder político, y buscan siempre proteger a los más débiles. Sus conceptos claves son la esfera de lo indecidible, que genera antinomias, y la esfera de lo que debe decidirse y no ha sido decidido, que genera lagunas. Para Ferrajoli los derechos quedan sustraídos de la arena parlamentaria, por tanto, dice Da Silva, en su proyecto ideológico la posición institucional del juez también se encuentra desvinculada de la ley.
Descartada la posibilidad de vinculación del juez a la ley en el constitucionalismo de los derechos, el autor entra en el capítulo tercero: El constitucionalismo político. Para el autor, esta concepción está al servicio de la política y del juego democrático. Así, retomando la advertencia kelseniana, asume que las Constituciones tienen, en realidad, la función de articular las formas para que se desenvuelva la deliberación pública y el autogobierno. Para articular ese modelo de constitucionalismo político utiliza cuatro argumentos: i) El argumento del desacuerdo; ii) el argumento de la contingencia y la contextualidad del control judicial de la ley; iii) el argumento del escepticismo en torno a la protección judicial de los derechos fundamentales; y iv) el argumento del positivismo normativo o prescriptivo.
Su apuesta por el constitucionalismo político implica asumir la pregunta institucional y reflexionar sobre ¿cómo debería desenvolverse el juez frente a la ley en un Estado constitucional y frente a una Constitución con reglas y principios? Para Da Silva, el constitucionalismo político exige que los jueces sean deferentes con la ley, que no asuman más poder político del trasferido por la Constitución y que valoren las razones subyacentes del legislador a la hora de garantizar los derechos. El autor defenderá que el juez deferente no es lo mismo que el juez formalista, y que más bien se ubica en un punto medio entre éste, y el juez activista del constitucionalismo de los derechos.
A continuación, se aborda la pregunta ¿qué significa la deferencia al legislador en el Estado constitucional? (capítulo cuarto) En su respuesta, el autor resalta la necesidad de que el juez limite su razonamiento a las posibilidades decisorias que encuentra en la ley y evite cualquier referencia a razones de otra índole, como morales, económicas, sociales, entre otras. Así mismo, enaltece la “intención del legislador” como marco de acción del juez. El juez deferente debe preguntarse ¿cuál es el propósito de la ley? o ¿qué finalidad cumple o quiere cumplir con ella el legislador? El juez deferente debe entender su labor interpretativa en dos claves: en términos de autoridad y en términos de continuidad de la voluntad legislativa. Por último, el juez deferente debe ser sensible, no a la ponderación que pueda hacerse en sede judicial, sino a la ponderación que previamente realizó el legislador y ceñirse a ella en la aplicación del derecho.
En su capítulo de conclusiones (quinto), Da Silva resalta que la interpretación jurídica, y en especial, la judicial, debe ser comprendida en el marco de la pregunta institucional. Lo anterior, conlleva a incluir un componente de deferencia que haga que los jueces sean conscientes de la distribución del poder político, en la que ellos tienen una parcela, pero de la cual no deberían salirse. Según el autor, el juez deferente entiende que su labor en el Estado constitucional consiste “en dar continuidad a la decisión autoritativa del legislador”2.
A través de este trabajo, Da Silva profundiza en la discusión sobre la forma en que Derechos, Jurisdicción y Legislación deberían relacionarse en los Estados constitucionales, si se adopta el modelo del constitucionalismo político. En tal construcción, el autor considera que, se revitalizaría la fuerza autoritativa de la ley como producto del proceso democrático; se fortalecería el compromiso de los órganos representativos con la protección de derechos; y se entregaría a la jurisdicción un rol específico y limitado en el que los jueces son deferentes con las razones subyacentes de la legislación. Así, la lectura del libro genera ricas y profundas reflexiones sobre el asunto, de las cuales anotaré al menos dos, con fin de incentivar el debate académico.
En primer lugar, si bien Da Silva deja claro que no pretende entrar en los diseños institucionales concretos, en su libro señala expresamente por qué, para su discusión, no es importante diferenciar entre modelos fuertes o débiles de constitucionalismo (capítulo III). Sin embargo, no dice mucho sobre los diseños concentrados y difusos, discusión que es central en el planteamiento de la jurisdicción constitucional en Kelsen. El autor hace un importante énfasis en la posición institucional del juez, pero equipara, en la mayor parte de su análisis, lo que puede hacer un Tribunal Constitucional en control abstracto, con lo que realiza un juez ordinario en un caso de interpretación de la ley de conformidad con la Constitución, o en ejercicio de control difuso. Aquí el matiz es valioso, pues la advertencia de Kelsen y la eventual disolución del imperio de la ley sería mucho más profunda si se aplica la crítica a un poder judicial, in toto, que ejerce un control difuso. En contraste, la crítica se debilitaría o, al menos, sería más acotada cuando la función del control de constitucionalidad de la ley es concentrada. ¿La diferencia haría visibles matices relevantes para el rol institucional del juez en el constitucionalismo político propuesto en el libro? La pregunta queda abierta.
En segundo lugar, la propuesta del juez deferente de Da Silva puede generar algunos interrogantes sobre eventuales coincidencias de éste con el juez garantista de Ferrajoli. Para ambos autores es necesario un componente ideológico del juez, que esté marcado por su adherencia a la ley y por la conciencia de su posición institucional. Cabe recordar que el juez garantista está comprometido con la aplicación de los derechos sólo ante la existencia de garantías segundarias, es decir, después de la actuación política del legislador. Da Silva cree que Ferrajoli, en este sentido, parece tomarse en serio la vinculación del juez a la ley. Sin embargo, al final va a concluir que tampoco el constitucionalismo garantista va a guardar el espacio de la vinculación del juez a la ley.
Este giro se da a partir de la concepción sustantiva de la democracia que tiene Ferrajoli. Da Silva critica esa concepción porque es diferente de la de Kelsen (procedimental). Lo que genera dudas es que, a pesar de esa diferencia (que no es menor), Ferrajoli sí vincula al juez ordinario a la ley, otorgando un papel central a las reglas (por oposición a los principios) y pretendiendo mantener la jerarquía y el carácter autoritativo de la legislación válida y vigente (en sus categorías). Ferrajoli le entrega al legislador un papel más acotado que el tiene el legislador kelseniano (le establece esferas indecidibles), pero ambas propuestas teóricas, al menos, respecto del ítem analizado sí buscan la vinculación del juez ordinario a la ley. La pregunta que surge es si ¿el positivismo prescriptivo constituye un punto de conjunción importante entre el juez garantista y el juez deferente?
Como colofón, ha de decirse que el libro constituye una invitación a revisitar las discusiones y corrientes teóricas que, por ejemplo, en Brasil, invocan los jueces para controlar la labor legislativa en materia de derechos, que merece la pena porque no lo hace desde una visión idealizada de la política parlamentaria o del legislador, sino a partir de la convicción del autor de que, en palabras Juan Carlos Bayón, “un proceso democrático defectuoso se corrige con más y mejor democracia, no añadiendo a esas carencias el déficit de legitimidad suplementario que entraña desplazar hacia los jueces un poder que nos les corresponde”((Bayón, J. C. (2019). Prólogo. En Deferencia al legislador: la vinculación del juez a la ley en el Estado Constitucional. Madrid, CEPC, p. 21.)).
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