El profesor Ferreres ha inaugurado de forma magistral el blog de IberICONnect con su artículo “La fórmula de juramento de la Constitución de los Diputados y Senadores”. Una buena aportación no solo es aquella que cierra o clausura el debate; también puede, y más a menudo suele ser, aquella que abre, ilumina y ordena la discusión.
El requisito de jurar o prometer acatamiento a la Constitución para adquirir plenamente la condición de diputado o senador puede interpretarse, y así lo admite el Tribunal Constitucional español, como una manifestación de adhesión al contenido sustantivo de la Constitución o como una simple adhesión a sus procedimientos de reforma. Ferreres conecta la licitud de la adhesión procedimental con la inexistencia de límites materiales a la reforma constitucional, “de manera que todo objetivo político es legalmente viable”.
Sin embargo, el procedimiento reforzado de reforma constitucional del artículo 168 puede resultar fácticamente inviable para canalizar algunas de las reformas que menciona Ferreres. Al jurista contemporáneo no solo le debe importar la viabilidad jurídica en sentido estricto, sino también la viabilidad en un sentido más amplio y natural que incluya la factibilidad o practicabilidad.
El procedimiento del artículo 168 de la Constitución española consta de tres grandes fases. Fase 1: mayoría de representantes a nivel central de dos tercios tanto en el Congreso como en el Senado. Fase 2: continuación de estas supermayorías después de disolver las Cortes Generales (Congreso y Senado) y celebrar nuevas elecciones. Fase 3: ratificación directa por parte de la ciudadanía por vía de referéndum preceptivo y vinculante.
Académicos de prestigio de uno y otro lado del Atlántico han considerado que dicho procedimiento de reforma encubre una intangibilidad de facto (entre ellos, Pedro Cruz Villalón, Ignacio de Otto, Pedro Vega y Joel Colón-Ríos). Además, el mismo Ferreres nos explica, en su volumen The Constitution of Spain, que reformar la Constitución de 1978 se ha convertido en una especie de tabú político en España.
El arduo camino que traza el 168 genera, al menos, tres tipos de dificultades: (1) una doble supermayoría al cuadrado; (2) una serie de apelaciones democráticas al pueblo español que incluye elecciones y referéndum de ratificación; (3) un sacrificio por parte de los cargos gubernamentales y parlamentarios, puesto que la disolución de las Cortes supone perder sus puestos y escaños. Por ende, la constitucionalización de los nuevos principios puede poner en riesgo sus intereses estratégicos y partidistas. En definitiva, el 168 requiere una compleja conjunción entre los principios y los intereses de las fuerzas que ostentan el gobierno y las de la oposición.
Tal procedimiento de reforma constitucional es harto difícil para transformar España en una república, pero aún lo es mucho más para conseguir la independencia política del País Vasco o Cataluña. Por esta razón, un potencial representante independentista sincero, que se tome el juramento o la promesa en serio, puede tener un dilema moral y político significativo para acceder al cargo de parlamentario. Aunque respete el valor de la Constitución española, el principio de unidad que ésta consagra y sus cláusulas de reforma, en el fondo es consciente que la independencia de su nación minoritaria (“nacionalidad” en los términos del artículo 2 de la Constitución) no va a llegar siguiendo el procedimiento de reforma analizado. El respeto a la Constitución, incluidos sus principios y su reforma, a veces requiere una armonización con otras fuentes de legitimidad.
Esta polémica concreta parece abrir un debate más amplio que se preguntaría si cuanto más rígida es una constitución o parte de ésta, más cuestionable deviene o puede devenir el juramento y, concretamente, más tensión se genera con el pluralismo, la libertad ideológica y el derecho a la participación política. Asimismo, cuando una parte de una constitución es legal o fácticamente irreformable por una minoría, obligar a jurar o prometer esta constitución sin matices puede resultar una forma de exclusión de sus miembros o de forzarlos a asumir un grado excesivo de hipocresía.
Aunque parezca paradójico, la experiencia histórica parece indicar que cuanto más rígida es una constitución, menos perdura en el tiempo, pues llega un momento que su modificación se produce por cauces distintos a los previstos por la misma. Esta paradoja la apuntó tempranamente Albert Venn Dicey y la corroboró recientemente Santiago Muñoz Machado fijándose en la historia constitucional española.
El contexto político-jurídico en España ha cambiado desde la aprobación de la Constitución de 1978. Volver a las andadas autoritarias e iliberales, que presumo que la obligación de jurar o prometer la Constitución quería reducir, ya no constituye un riesgo inminente. Una vez asentada la democracia constitucional, resulta menos peligroso admitir parlamentarios que renieguen de la Constitución. En el contexto actual, no parece necesario reforzar la obligación jurídica externa de respetar la Constitución con una obligación interna de acatamiento que pretende superar la esfera estrictamente jurídica. Vivimos en tiempos que permiten y aconsejan mayores dosis de pluralismo.
Quiero pensar que la obligación de jurar la Constitución no responde hoy en día a un proyecto para excluir minorías nacionales que anhelan la autodeterminación e independencia de su pueblo, a pesar de que el Tribunal Constitucional, en la Sentencia 101/1983 que desestimó el recurso de unos diputados secesionistas vascos contra dicho juramento, razonó en los siguientes términos:
los Diputados, en cuanto integrantes de las Cortes Generales, representan el conjunto del pueblo español, de acuerdo con el art. 66 de la Constitución, sin perjuicio del pluralismo político, que como valor superior del Ordenamiento reconoce el art. 1 de la propia Constitución (…). Otra cosa sería abrir el camino a la disolución de la unidad de la representación y con ello de la unidad del Estado.
En suma, comparto con Ferreres que insistir en el juramento o promesa tiene sentido en la medida que el acto se inserta en un momento de solemnidad. Si no es posible o resulta excesivamente problemático requerir un mínimo de “gravitas”, es preferible suprimir el acto. No solo el silencio es mejor que la frivolidad, también es mejor, yo añadiría, que la hipocresía y la exclusión.
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