En abril del presente año el Alto Comisionado para la paz señaló que Colombia no podía vivir al mismo tiempo la ‘pandemia del virus’ y la pandemia de la violencia. Durante el tiempo de esta emergencia este lenguaje se ha hecho cada vez más frecuente, por ejemplo, al hacer referencia a las violencias de género e intrafamiliar, como: ‘las pandemias dentro de la pandemia’; o, a la ‘pandemia de la pobreza’ y ni qué decir de la ‘pandemia de la corrupción’. En tales expresiones resuena el eco de la inevitabitabilidad, del golpe de la naturaleza que se recibe y que se soporta, entendiéndose como ‘catastrófico’, ‘ruinoso’ y ‘desolador’.     

Con esta idea de fondo, quisiera alertar sobre el uso patologizante del lenguaje para hacer referencia a las violencias que vivimos.  Entiendo esta movida como una estrategia retórica para demostrarnos la complejidad e interacción de las violencias de nuestra cotidianidad, comparándolas con un fenómeno sanitario de magnitud mundial que llegó para desafiar nuestra acomodada comprensión de la realidad. Sin embargo, quisiera proponerles reflexionar sobre las implicaciones de entender a las violencias como enfermedades epidémicas que se propagan de forma intensa e indiscriminada por el mundo, en el contexto de la nueva normalidad

En contraste, me gustaría ofrecerles algunas ideas para pensar que actualmente también vivimos una guerra en el escenario de las memorias. Alertarla contribuye, desde mi juicio, a entender que existen visiones del mundo en contienda y que un tipo de visión puede conquistar el futuro, colonizando la forma en la que narraremos el pasado y distribuiremos recursos de todo tipo en el futuro.  

Colombia tiene interesantes pasados con el manejo de las pandemias y de la higiene pública que pueden darnos algunas pistas. Con un antecedente en las episódicas Juntas de Sanidad para atención puntual de pandemias, el discurso higienista llegó con mucha fuerza en el escenario de la Regeneración a través de la creación de una Junta Central de Higiene y juntas departamentales. El siglo XX enfrentó al país con la disentería, el tifo, la gripa, el sarampión, la sífilis, la lepra, la tubercolósis, etc., haciendo que el discurso higienista se extendiera, poniendo teorías médicas, raciales y sociales al servicio de las necesidades de diversas épocas y justificando la creación del Ministerio de Higiene.

La higiene pública se enfocó en el manejo de enfermedades epidémicas y pandémicas, pero también en la desigualdad y la pobreza, entendiéndolas como enfermedades sociales. En 1948 con el estallido del Bogotazo, el discurso pro higiniesta asoció violencia con enfermedad, narrándolo como calamidad y crisis sanitaria sin precedentes. El pandémico mundo del momento, puso en cabeza de los Ministerios de Guerra e Higiene y de la Cruz Roja, la atención de personas que hubiesen sido víctimas de tal emergencia social, llamándolas ‘damnificados de la violencia

El lenguaje llegó para quedarse y terminó alimentando el proceso de paz del primer gobierno del Frente Nacional, que asumió como propósito la ‘rehabilitación de los damnificados’ víctimas de la violencia (1958-1962). ‘La Violencia’, un término que se ha explicado como una suerte de sujeto histórico, como una enfermedad que los colombianos tuvimos que vivir.   Pero, detrás del lenguaje no hay inocencia. Si se asume que el damnificado es equiparable a la víctima de una catástrofe natural, no tiene caso indagar por el victimario o por la configuración del daño, sino que simplemente el hecho victimizante se vuelve imprevisible e irresistible, como la fuerza mayor. Nadie lo veía venir ni pudo resistirlo, como si se tratara de un naufragio o un terremoto.  El derecho asumió esta definición para las víctimas de todo tipo de catástrofes naturales, incluyendo La Violencia, reconociendo beneficios sociales para los municipios ante la imposibilidad de reparar individuamente lo irreparable. 

La Ley 1448 de 2011 señaló  que las víctimas de la nueva transición hacia la paz, serían aquellas que hubiesen sufrido victimización a partir del año de 1985 (art. 3º), las demás, serían víctimas históricas de unos pasados asociados a la tragedia. La Comisión de Seguimiento y Monitoreo de la aplicación de esta norma expresó preocupación en su más reciente informe (2020) por el traslapamiento, interacción y transformación de las violencias que vivimos con ocasión de la pandemia, complejizando el conflicto armado y las posibilidades que tiene el estado colombiano de reparar a las víctimas. 

La inevitabilidad se ha convertido en el telón de fondo de la excepción global y amenaza con incluir en la nueva normalidad a un amplio catálogo de violencias, para las que no existen protocolos de bioseguridad. ‘Pandemias’ que hemos normalizado los colombianos, sin percibir que detrás de estos usos del lenguaje se libra una batalla declarada de memorias con vocación de redefinir este presente que llegará a ser nuestro pasado y que alimentará las categorías legales que usemos para atender nuestra realidad futura, ya sea en forma de epidémicas tragedias o de problemáticas estructurales que nos cuestan vidas y que pueden evitarse, aun cuando, la normalizada excepción intente atraparnos en el lenguaje de lo inevitable. 

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