El pasado 25 de octubre de 2020 cerca del 80% de los chilenos y las chilenas — una mayoría significativa, se le mire como se le mire — decidieron dar un paso inédito en la historia republicana chilena: avanzar a través de un procedimiento democrático en el reemplazo del texto constitucional de 1980. Impuesto entonces por la dictadura, el texto de 1980 marcó a fuego la transición a la democracia del país. A diferencia de lo que aconteció en otras latitudes (España, Portugal, Brasil, por nombrar algunos ejemplos), en Chile el camino a la democracia fue orquestado y luego contorneado por las disposiciones constitucionales diseñadas por la dictadura.
Es cierto que se le introdujeron importantes reformas tanto en 1989 como en 2005. Pero en lo general — y en lo que respecta al sello autoritario del texto de 1980 —, se trataron de reformas que, además de haber involucrado solo a un pequeño grupo de la élite política, apenas colocaron las credenciales democráticas de Chile al día. Así, en 1989, por caso, se eliminó el odioso artículo 8º en el que se leía que “[t]odo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de la sociedad del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República.” ¿Y en el 2005? Se eliminó la institución de los senadores designados y vitalicios (por nombrar un ejemplo), esto es, un conjunto de senadores — todos hombres salvo Olga Feliu — que se sentaban en la cámara alta por designación de las fuerzas armadas, la Corte Suprema y el Presidente de la República. Se trataba, como se ve, de senadores que carecían del respaldo popular (¡y se eliminaron recién en 2005, en términos históricos apenas ayer!).
Sería insólito sostener que esas reformas hicieron desparecer el adn del texto impuesto en la dictadura. Tan insólito como sostener que su verdadero adn se encontraría solo en estas notas abiertamente antidemocráticas. No, la verdad es que el adn de dicha imposición constitucional va más allá de lo que entre la doctrina nacional se ha denominado el modelo de democracia protegida que buscó instaurar la dictadura, para abarcar otros aspectos de la organización del poder que a fines de los años 80 un entusiasta promotor de la regulación denominaba como la ‘constitución plena’: una que “no versa única ni principalmente sobre las reglas que organizan el Poder Político”, sino que regula, también, “las bases en que se fundará la convivencia pública y privada en los aspectos social, económico y político” (Cea, 1988).
Las protestas: de interpretativas…
Durante largos años, y con especial intensidad desde 2006, algunos grupos sociales comenzaron a echar mano a la protesta social como una forma de ir desafiando las narrativas constitucionales que se han cobijado bajo el ala de la ‘constitución plena’. Se trataba de grupos sociales — como en el caso de los y las estudiantes secundarias de 2006, por definición niños, niñas y adolescentes — que habían sido bien maltratados por el sistema político o desoídos por éste, y que encontraron en las protestas una forma de colocar sus demandas en la agenda pública. Esas protestas, animadas por el deseo de obtener cambios sociales significativos — aunque apenas en los contornos de ‘el modelo’ — descansaban en la fe que esas personas mantenían aún en la posibilidad de que las cláusulas constitucionales pudieran ser capaces de convivir y recibir demandas, como las relativas a necesidades sociales insatisfechas, para las cuales no estaban preparadas.
Quienes echaron mano a la protesta durante esos años, actuando a través de una de las formas convencionales de participación, aunque no cabe duda que con cierta tensión, recibieron un portazo. Un ejemplo servirá para graficar el punto. Una de las banderas de lucha de la segunda oleada de movilizaciones estudiantiles, las universitarias, fue la de la lucha contra el lucro (no a todo evento y para todos los aspectos de la vida, sino en la educación superior). La institucionalidad estatal, reaccionando a esas demandas — el juego propio de las interacciones que en una democracia representativa se verifican entre la soberana informal de la opinión pública y la soberana formal de los procedimientos, como brillantemente lo ha expuesto Nadia Urbinati — respondió ofreciendo, entre otras propuestas, la exclusión de las personas jurídicas con fines de lucro del control de las instituciones de educación superior. Estas instituciones, propuso la regulación, “sólo podr[ían] tener como controladores a personas naturales, personas jurídicas de derecho privado sin fines de lucro, corporaciones de derecho público o que deriven su personalidad jurídica de éstas, u otras entidades de derecho público reconocidas por ley…”.
Dicha regulación fue declarada inconstitucional. ¿Qué sostuvo el Tribunal Constitucional para ello? Junto con señalar que la normativa propuesta discriminaba arbitrariamente a las personas jurídicas con fines de lucro — debe anotarse que la única vez que el texto de 1980 recurre a la expresión “discriminación arbitraria” en el catálogo de derechos es, precisamente, al momento de consagrar una de las libertades económicas en el art. 19 Nº 22 — indicó que se estaba “trata[ndo], pues, de innovar respecto a un estado de cosas asentado en el tiempo al amparo de normas constitucionales que no han sido derogadas, ni siquiera modificadas, como son el derecho a organizar establecimientos educacionales y el derecho de asociarse, que a todas las personas asegura el artículo 19, N° 11°, inciso primero, y N° 16°, respectivamente, de la Carta Fundamental.”
… a constituyentes
Cuando el esquema constitucional en vigor cierra las puertas a los embates narrativos que desde la ciudadanía buscan alcanzar un mundo (constitucional) posible, es decir, cuando ese esquema se devela como uno que define — tomando la idea prestada de Cover — lo finito, entonces el horizonte de cambios se sitúa por fuera de las reglas vigentes. Eso es lo que vimos con las protestas constituyentes que comenzaron a desarrollarse desde el 18 de octubre de 2019 y que han tomado el nombre de ‘estallido social’. A diferencia de lo que ocurría con las protestas sociales que demandaban cuestiones de justicia — para ocupar una expresión de Pettit — dejando el régimen constitucional en pie, las que comenzaron a producirse desde octubre de 2019 demandaron cuestiones de justicia pero también de legitimidad de la institucionalidad y los contornos constitucionales. Tras años de movilizaciones frustradas por el esquema constitucional, como en el caso recién reseñado, parecía un sinsentido exigir a la ciudadanía el dejar las calles para buscar reformas y abandonar el reemplazo constitucional para entrarle a los reclamos a nivel legislativo.
Manteniendo a salvo la diarquía, esto es, la relación (no obstante fuertemente tensionada) entre las instituciones y las apariciones públicas, el régimen leyó (no obstante empujado por las circunstancias) la necesidad de introducir reformas a las reglas de reforma constitucional que permitieran echar mano a un procedimiento delineado en sus contornos más gruesos pero de innegable potencial constituyente. Se trata de un procedimiento constituyente en la medida que no se restringe solo a la posibilidad de introducir reformas (menores o mayores) a un esquema constitucional que permanece en vigor, sino que habilita su reemplazo absoluto. Se trata, en otras palabras, de un procedimiento que, respondido a las demandas populares, ofrece una válvula político-constituyente que activada — como acaba de acontecer en la mezcla entre protestas y el plebiscito del 25 de octubre — permitirá el reemplazo del texto constitucional de 1980.
Solo el tiempo dirá si esos procedimientos, de evidente potencial constituyente, no serán frustrados por las lecturas mezquinas y el afán de restringir la agencia popular de la ciudadanía. La gente volvió a las calles la noche del 25O. Lo hizo en paz, con alegría y esperanza. Lo hizo para advertir (no amenazar) que ella era la verdadera protagonista de este momento y que, en buenas cuentas, el desarrollo del procedimiento es uno que — esto es lo propio de la diarquía — no puede dejar de observar a la opinión pública.
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