El pasado 10 de diciembre falleció Michele Taruffo, quizás el procesalista más singular de las últimas décadas. Y era singular por varias razones: porque era conocido y respetado en varias “familias” jurídicas (aunque no le gustaba nada hablar de “familias” jurídicas); porque se sabía procesalista pero nunca se encontró del todo cómodo como únicamente procesalista (la etiqueta le encorsetaba y, sobre todo, le impedía pensar en las categorías funcionales del sector del derecho en el que había terminado casi por azar); porque le escuchaban y le leían con atención desde disciplinas muy diferentes a la suya; en suma, porque construyó teorías sin pretenderlo. Invitado a elaborar su tesis de laurea por Vittorio Denti —otro procesalista singular—, se interesó por la comparación jurídica en el ámbito del derecho procesal italiano, que durante décadas había mirado hacia Alemania. Él miró hacia el mundo anglosajón, quizás anticipándose al encandilamiento que en muy pocos años producirían los sistemas de enjuiciamiento estadounidenses: advirtió de sus límites y sus oscuridades, como si quisiera equilibrar un poco la propaganda que luego vendría, enfocada sólo en sus pretendidas virtudes. Autor prolífico, resulta difícil contar con precisión sus libros, pues incluso llegó a admitir como suyas, ex post, compilaciones que no había autorizado.
Si uno quisiera resumir el leitmotiv de su obra (desde “Il giudice e lo storico”, de 1967, hasta los textos que escribió pocas semanas antes de morir y que aún se están publicando: apenas esta semana salió un texto suyo en un libro de que recoge las ponencias de un congreso en el que participó en 2018), tendría que concluir que era el razonamiento judicial, en sentido amplio, con un fuerte anclaje en el razonamiento probatorio. En efecto, su primera gran monografía, publicada en 1970, versó sobre el concepto de relevancia probatoria. En ese libro ya se advertían los rasgos de lo que sería el resto de su obra: una vertiente fuertemente analítica en el capítulo primero, una decisiva impronta comparatista en el segundo, y una innata propensión a la argumentación jurídica, que quizás no existía del todo en ese momento, y cuyas puertas —que en esa monografía apenas tocaba con algo de timidez— abrió de par en par cuando cinco años más tarde se publicó La motivación de la sentencia civil, que al cabo de treinta años se publicó por partida doble en español. En efecto, en La motivación Taruffo hizo un examen de algunas de las que luego Atienza llamaría “teorías precursoras” de la argumentación jurídica, y propuso su propio modelo, aun antes de que la obra de Alexy viera la luz. El profesor de la antigua universidad de Pavía, al leer The Judicial Decision, de Richard Wasserstrom (un importante libro de 1961 que también despertó la atención de Dworkin, quien hizo una elogiosa recensión en la revista Ethics, en 1964), entendió que la justificación judicial seguía siendo una materia casi inexplorada en Italia, donde la cuestión se abordaba casi exclusivamente desde el punto de vista de las reglas procesales, dimensión que al propio Taruffo tan poco le satisfacía. Esto le llevó a estudiar las supuestas virtudes del proceso judicial adversarial estadounidense en su tercer libro de la década, una monografía de 1979 que constituye una revelación crítica del sistema adversarial en defensa de una —en ese entonces incipiente— noción de la verdad de los hechos como condición de justicia de la decisión judicial. En este punto la deriva ya era inevitable: el razonamiento judicial, en general —y el probatorio, en especial— eran su gran línea de trabajo, pese a que nunca siguió un derrotero metodológico planificado de temas por abordar.
Taruffo, al rechazar diferentes concepciones del proceso (el proceso como rito, como lucha, como narración) adoptó una perspectiva que puede ser calificada como sustantivista y epistémicamente comprometida de la actividad judicial. Sustantivista en sentido (muy) débil, pues se concentra en la corrección del procedimiento y en la corrección de la decisión (lo giusto), que debe reunir tres características básicas como condiciones necesarias y conjuntamente suficientes: la corrección del proceso, la aplicación del derecho con procedimientos racionales y aceptados de interpretación de premisas normativas y una reconstrucción razonablemente verdadera de los hechos. Por esa vía llegaba al compromiso epistémico pues el proceso judicial, para él, implicaba adoptar una determinada teoría de la verdad que debía ser posible teórica, práctica e ideológicamente. Consciente de los límites humanos (y procesales) en esa búsqueda de la verdad, no persiguió ni defendió nunca verdades con mayúscula, pero tampoco se resignó nunca a las meras apariencias de verdad. Incluso, en el plano personal y académico: en más de una ocasión, en seminarios pequeños y grandes conferencias, le vi admitir matices y hacer concesiones ante interpelaciones que siempre admitía con un genuino espíritu de debate.
Tanto La prueba de los hechos (una siempre ejemplar traducción de Jordi Ferrer, su más cercana “llave” académica de las últimas décadas) como otros libros más recientes y sus todavía incontables artículos, constituyen una verdadera teoría de la prueba que él mismo se negaba a aceptar como tal. En lo epistemológico, Taruffo es deudor de una concepción benthamiana de la prueba, que no considera que haya diferencias relevantes entre el conocimiento de los hechos dentro o fuera de un proceso judicial. Sí hay, por supuesto, límites de diferente naturaleza para la obtención de la verdad, que explican que el derecho deba contar con mecanismos de fijación de los hechos que no dependen necesariamente de una concepción absoluta o maximalista de la verdad.
Aunque las cuestiones probatorias son las que más se asocian a su obra y a su imagen, diría con convicción que sus trabajos alrededor de la legitimidad de las decisiones judiciales y del sistema judicial en general no son menos importantes. Los saggi dedicados a la casación (algunos reunidos bajo el ingenioso título El vértice ambiguo, de 1991), junto a su historia de la organización judicial italiana de los últimos dos siglos, delinean una idea general de la jurisdicción que se compone de muchos otros artículos suyos, más dispersos. Para él, los procedimientos de solución de conflictos implican cuestiones culturales profundas que se reflejan en cómo se organiza el poder judicial, qué factores políticos inciden en la designación de los jueces, cómo se comprenden la independencia y la imparcialidad, e incluso cuál es el papel de los abogados en el funcionamiento del sistema o en la duración de los procesos. De allí que se interesara no solo por los temas globales, sino también por los más concretos, como el abuso del proceso —fenómeno con raíces teóricas, dogmáticas y profundamente prácticas— o el carácter burocrático de la organización judicial, no solo en su país, sino también con metodología comparada, entre muchos otros que constituyen su abundante bibliografía.
Hacia mediados de los ochenta, cuando se publicó The Faces of Justice and of State Authority, de Mirjan Damaška —con quien mantuvo cálida amistad—, Taruffo incorporó sus modelos de análisis de los sistemas jurídicos, que le permitieron navegar entre ellos con tranquilidad sin preocuparse de fronteras, aunque ya desde antes había evidenciado que no se detenía mucho ante ellas. Pero por esa vía perfeccionó una increíble habilidad que alguien atribuía a la gran literatura: la de ser rigurosamente local para hacerse universal. Taruffo hablaba localmente en todo el mundo porque comprendía, abstraía y teorizaba. Por eso era procesalista, y filósofo, y comparatista, todo al mismo tiempo, y quizás más cosas que giraban alrededor del razonamiento judicial. Por eso sus numerosos viajes por Europa, América y Asia, especialmente en las dos últimas décadas, fueron de muy fecunda actividad intelectual para quienes le leyeron y escucharon, pero sobre todo para él. Y esa es, a mi modo de ver, una de las claves fundamentales de su obra. Ha muerto uno de los juristas más completos que vio nuestro tiempo.
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