José Esteve Pardo, Hay jueces en Berlín. Un cuento sobre el control judicial del poder, Marcial Pons, Madrid, 2020, ISBN: 9788491237600, 96 págs.
La presente obra del profesor José Esteve Pardo ofrece al lector varios relatos sobre el control judicial del poder. Unos cuentos de un jurista consolidado, que deambulan entre historia y fábula. En esta sintética pero valiosa obra, se entrevé parte de los orígenes del control judicial del poder. Al fin y al cabo, el autor recrea el «control judicial del poder que se acaba difundiendo en la cultura occidental como una de sus conquistas y señas de identidad».
Inicia su primera historia relatando una controversia jurídica, aparentemente menor, aunque será el planteamiento principal de la obra. En la narración de esta fábula, el rey de Prusia, Federico II el Grande, aspira a demoler el molino de un desvalido molinero de Sanssouci. De acuerdo a la historia real narrada posteriormente por el autor, y según libros documentados, el molinero Arnold. Este último planteó ante el Tribunal de Berlín su ruego o petición de -no demolición- de su molino por parte de un rey con poder absoluto. Dictando el Tribunal sentencia favorable ante las pretensiones citadas. En definitiva, el autor procura explicar una conquista esencial democrática, refiriéndose a la sujeción al control de legalidad a los actos de los poderes públicos, mediante el ejercicio de otro poder independiente, como es el poder judicial. Generalizando la introducción del control de los poderes públicos en los distintos territorios europeos. En términos del autor, siendo «constantes así los avances en esa guerra por el control judicial del poder público». Además de una futura universalización de los tribunales constitucionales con posibilidad de anular leyes.
En la segunda, el autor relata un episodio en la biografía de Antonio Pérez, vicesecretario del monarca Felipe II de España. El texto inicia con la muerte de Juan de Escobedo, que conllevó la acusación –al considerarlos inductores– de alta traición de Antonio junto a la princesa de Éboli. Una vez detenido Antonio Pérez, lograría escaparse para entrar en territorio de Aragón y tener la condición de aforado manifestado. Al contrario de lo esperado, el rey Felipe II respetó que «la acusación y juicio de Pérez debían sujetarse a los procedimientos y la legislación» del reino de Aragón, aunque el bloqueo en los trámites procesales obligó, como el autor señala, a que la Inquisición actuara. Tras la acusación de esta última, ingresó en la cárcel de la Inquisición, en el palacio de la Aljafería en Zaragoza. Como pone de relieve el autor, entre la jurisdicción real o la señorial, el control político, acabó recalando en la Inquisición. Todos los sucesos ulteriores en adición a la fuga del protagonista llevaron a que Felipe II enviara las tropas a la frontera con Aragón, tomando el poder y desvinculándose por completo de las leyes.
Ya en el tercer relato, el autor expone el juicio de Carlos I de Inglaterra, perteneciente a la dinastía de los Estuardo. El origen de la disputa proviene del intento de esquivar una convocatoria del Parlamento, aunque la guerra con Escocia obligaría al monarca a convocarlo. Una vez reunido, el Parlamento anhelaba la aprobación de una ley que estableciera su convocatoria obligatoria. Sin embargo, dado que no se aprobó esa imperiosa obligatoriedad de convocatoria, la tensión derivó en que Carlos I enviara tropas para detener a varios parlamentarios. Tras las disputas políticas, el Parlamento se fracturó en un bando que apoyaba al rey, y una facción contraria al absolutismo monárquico. Este hecho hizo estallar una Guerra Civil con relevancia constitucional. La victoria fue del ejército contrario al rey, bajo el mando de Oliver Cromwell. Este último, que ostentaba la máxima magistratura y la administración del gobierno, decidió la creación de una Corte Superior, la High Court, que inició un proceso judicial contra Carlos I. Su defensa, se basó principalmente en «recusar abiertamente, como institución, al tribunal especial que se había creado. Un tribunal, dijo, que trastocaba por completo el orden constitucional y la distribución de poderes y funciones entre los órganos superiores». El resultado fue la condena a muerte del rey, según la cual el autor manifiesta que quedó ante la historia.
Por último, el autor narra el juicio del rey Luis XVI de Francia, en el que al rey se le acusó de alta traición al realizar movimientos que acabarían con la Revolución. La Asamblea General se fraccionó entre los partidarios a considerar que el rey era inviolable y las tesis contrarias de los jacobinos, que entienden que es justiciable. Al final, se decantaron por juzgarlo ante una Convención con arreglo a un procedimiento ad hoc. Aunque, como pone de relieve el autor, se entremezclaron los «elementos del proceso penal con los trámites propios de la actividad parlamentaria, vulnerando así el principio de división de poderes». Con una votación final, se acabaría guillotinado al rey en la plaza de la Revolución. Por si no fuera suficiente, la caída de las garantías judiciales se produjo con la creación del Tribunal Revolucionario de excepción, conllevando que juzgaran a cualquier enemigo público.
Entre las conclusiones del profesor Esteve Pardo, tras relatar la historia real del molinero Arnold (documentada), destaca como la mitificación de la frase del molinero “hay jueces en Berlín” permite el origen halagüeño del control judicial del poder, al producirse una tensión entre justicia y poder. Acerca de la aspiración de un control de la justicia por parte de las monarquías absolutistas, el autor considera que en el «caso del molinero de Arnold se intuye esta tensión entre la voluntad del rey para imponer su poder absoluto y la defensa de sus posiciones y poderes por parte de la nobleza». En cierto modo, se reconoce que la posición y status a un estamento nobiliario de los magistrados de esos tribunales facilitaba el ejercicio de oposición «al Estado monárquico». Como también, la tensión entre los Parlamentos «colonizados por los miembros de esta nobleza» y el poder monárquico que es representado fidedignamente por el autor en el juicio de Luis XVI. O como nos recuerda el autor, un avance significativo a que los parlamentos suprimieran su participación en la actividad judicial, sería el diseño institucional desarrollado por Napoleón, a través del órgano del Conseil d’État –aunque lo controlaba él–. Como acertadamente apunta, la misión de este Consejo «marcó en buena medida la tónica de los sistemas de control de legalidad de la Administración que se instauraron en Europa occidental».
Sea la fábula de un molinero con una sentencia favorable para mantener su molino, sea la historia documentada del molinero Arnold con una sentencia desfavorable, el autor -en ambos casos- explica la importancia del control judicial del poder en el proceso de construcción del Estado moderno. De un sistema absolutista a una división de poderes típica del Estado de Derecho, con el correspondiente control jurisdiccional de las normas y actos de la Administración.
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