La pandemia, que desde hace casi un año afecta el mundo, y que posiblemente estará presente por todo el 2021, ha planteado a los gobiernos de todos los países grandes retos, siendo uno de los principales el de lograr un delicado equilibrio entre, de una parte, la oportuna contención del contagio y el adecuado funcionamiento de los servicios de salud, y de otra, el cuidado de la economía de cada comunidad, gravemente resentida por las necesarias limitaciones a la movilidad. En un plano más específico, ha surgido otro reto tanto o más importante, el de lograr estos objetivos con la menor restricción posible de derechos ciudadanos. En un territorio aledaño, el de la sociología jurídica, el mayor desafío ha sido lograr que las medidas de emergencia sean aceptadas y acatadas por la población, lo que a su turno tiene gran incidencia en la real efectividad que ellas puedan tener para dar solución a los inéditos problemas que las sociedades del mundo entero han debido afrontar. Más allá de las urgencias de cada momento, cada uno de estos retos plantea interesantes controversias jurídicas, casi todas en el terreno del derecho constitucional. En este artículo me referiré, apenas, a algunas de ellas, frente al caso colombiano.
La principal medida para controlar la propagación del contagio ha sido el aislamiento obligatorio total o parcial, que ha implicado restricciones a la locomoción de los ciudadanos, con la consiguiente suspensión de gran cantidad de actividades cotidianas. Al mismo tiempo, se dispusieron mecanismos para arbitrar recursos adicionales para financiar la atención de la emergencia en salud, y se adoptaron diversas medidas encaminadas a garantizar la continua prestación de los servicios públicos y a aliviar los efectos económicos de la generalizada parálisis de actividades. Para ello, durante los primeros meses de la emergencia, y ante la insuficiencia de las facultades administrativas ordinarias, el Gobierno colombiano utilizó, en paralelo con éstas, los poderes propios de los estados de excepción. Meses después, al prolongarse la situación, algunas de estas medidas fueron redefinidas por los órganos legislativos, si bien el poder Ejecutivo continúa teniendo la más alta responsabilidad, así como el mayor protagonismo en la atención permanente de la emergencia.
Los referidos retos están entremezclados, haciendo el manejo de la situación aún más complejo y difícil, mientras los ciudadanos demandan de las autoridades medidas para la solución definitiva de un problema cuya evolución ha sido y continúa siendo impredecible. En este sentido es necesario considerar que, si bien las facultades administrativas ordinarias permitían afrontar algunas de las facetas que una pandemia podría implicar, la magnitud y duración de esta emergencia ha excedido con creces lo que las autoridades pueden razonablemente hacer en ejercicio de tales facultades. Ese escenario de insuficiencia e incertidumbre, unido a la permanente exigencia ciudadana de soluciones efectivas, puede, sin duda, crear tentaciones de autoritarismo, y no han faltado voces que, desde los gremios económicos o los sectores políticos critican las decisiones de las autoridades, sobre todo locales, bajo este argumento. Sin embargo, muchas de estas críticas carecen de suficiente fundamento, pues en realidad obedecen a otras razones que sus autores buscan disimular.
El difícil balance del que se ha hablado entre el cuidado de la salud de los ciudadanos y las actividades productivas, y el grado de prioridad que las distintas personas le atribuyen a uno y otro objetivo, es una de las razones que interfieren, y podría decirse que contaminan la discusión sobre la actuación de las autoridades, pues al margen de la ponderación que de estos intereses pudiera hacerse en términos constitucionales, que por diversas razones rara vez llega a los estrados judiciales, la opinión pública tiende a considerar que se sacrifican excesivamente la economía y el empleo en pro de un objetivo difuso y de difícil logro como es la efectiva contención de la pandemia. Por lo demás, esta discusión, usualmente sesgada hacia la preeminencia de los intereses económicos suele darse con más frecuencia y vehemencia en escenarios no jurídicos.
De otra parte, se ha criticado mucho la actuación de los gobernantes locales bajo distintos argumentos, uno de ellos la diversidad de sus enfoques, lo que dificultaría la acción coordinada de las autoridades responsables de afrontar la situación, y otro muy socorrido, la ya referida acusación de dar rienda suelta al autoritarismo, que se manifestaría especialmente en la adopción de medidas restrictivas de la movilidad ciudadana. De hecho, en los primeros días de la emergencia, el Gobierno Nacional expidió un decreto en el que, bajo la premisa de que el manejo de la emergencia derivada de la pandemia es un asunto de orden público, reivindicaba para el presidente de la república la responsabilidad del manejo de este tema y reiteraba la prevalencia de sus decisiones sobre las de gobernadores y alcaldes, como claramente lo establece la Constitución. Paralelamente, en los meses subsiguientes, las actuaciones de las autoridades locales han sido duramente cuestionadas en redes sociales y por diversos opinadores públicos, muchas de cuyas posturas revelan escaso conocimiento sobre el alcance de las funciones de tales autoridades.
En torno a esta controversia cabe hacer algunas consideraciones, que pese a ser unas fácticas y otras jurídicas, terminan apuntando en la misma dirección. De una parte, se debe anotar que muchos de los temas en juego como resultado de la particular situación de emergencia sanitaria, económica y social que vivimos, ocurren de manera diversa en distintos lugares, por lo que no resulta adecuado pretender que ellos se deban afrontar bajo fórmulas homogéneas para todo el país. De otra, es necesario recordar que, aún bajo un modelo predominantemente centralista, como el de la Constitución de 1991, se les han atribuido a las entidades territoriales determinadas funciones y poderes de decisión, precisamente bajo la conciencia de la diversidad fáctica y las distintas realidades y necesidades que se viven a nivel regional y local. En esta perspectiva, si las autoridades locales toman decisiones particulares para ser aplicadas en sus territorios, no están obrando en exceso de sus facultades, sino por el contrario, en ejercicio de ellas.
Así las cosas, si bien no es descartable que en algunos casos se hayan podido, en efecto, presentar derivas autoritarias, lo cierto es que no resulta razonable asumir sin más que toda actuación individual de los gobiernos territoriales tiene este único fundamento. Es altamente probable que las críticas al supuesto personalismo de gobernadores y alcaldes respondan en realidad a otros factores, entre ellos una actitud más cauta de parte de los gobiernos locales, o si se quiere, incluso, la posible preferencia de éstos por las medidas que privilegian la prevención y el cuidado de la salud, frente a aquellas que facilitan el desarrollo de actividades económicas, asumiendo mayores riesgos en términos de salud pública. No menos posible es la espontánea mayor cercanía de algunos opinadores con las más tradicionales autoridades nacionales, que con las más alternativas autoridades locales. Y por último, es evidente que ese sentimiento más o menos extendido de suspicaz escepticismo frente a la actuación de los gobernantes regionales revela en realidad una profunda desconfianza, aún frente al modelo de tímida descentralización contenido en la Constitución de 1991, así como una mal disimulada preferencia por los modelos en los que el ejercicio de la autoridad se encuentra fuertemente centralizado.
La pandemia está lejos de terminar, y junto con ella la situación de emergencia social que vivimos. Por un buen tiempo, continuaremos afrontando situaciones inéditas, tanto en lo fáctico como en lo jurídico. La adecuada lectura de la experiencia resultante de lo hasta ahora vivido es una oportunidad, así como un deber, tanto de las autoridades a cargo, como de los ciudadanos que esperan la acción de aquéllas.
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