Alejandro Poquet. La imagen en derecho penal y criminología Alejandro Poquet. Buenos Aires/ EDIAR (2020)
Alejandro Poquet es profesor de Derecho Penal en la Universidad de Congreso, en Mendoza (Argentina). Pero es mucho más que eso. También es uno de los criminólogos y penalistas más originales y creativos en lengua española. Lo dicho no es una concesión al ditirambo, porque esto es una reseña y no un panegírico. No. Es una constatación que surge del mero análisis de su obra. Ya en su notable Borges y la criminología (Olejnik, Buenos Aires, 2018), vimos cómo el ejercicio de la imaginación criminológica no es sólo un despliegue libresco y erudito, sino una vía para el progreso de la disciplina o, lo que es lo mismo, para ir más allá de las respuestas hechas, de esas que, a fuerza de su repetición constante, devienen fórmulas hueras y previsibles. Y es que Poquet es un criminólogo contra los lugares comunes (lo que se aplica también a su teorización como penalista). Es la definición más justa de su forma de abordar la cuestión criminal; el libro objeto de esta apretada reseña es una enérgica confirmación de tal aserto.
El primer gran tema que aborda Poquet en su libro es el de las imágenes en la filosofía, desarrollando lo que llama una “historia filosófica de la imagen”. Así, luego de hacer un recorrido histórico en torno al problema -sin duda arduo- de la relación entre conceptos e imágenes, nos pone ante el hecho de que es ilusorio pretender que un conocimiento fiable pueda prescindir de éstas; es más, tal prescindencia ni siquiera es deseable, porque la construcción de imágenes, como esencia de la conceptualización, constituye un modo legítimo de conocer el mundo y de incrementar nuestro conocimiento de él. Más allá de las diversas aportaciones de los autores citados (Descartes, Taine, Bergson, y Sartre, entre otros), que obviamente no podemos comentar aquí, nos asiste la necesidad de señalar que compartimos el punto de vista del autor, quien ha hecho suyo el núcleo de las dimensiones epistemológicas de las imágenes y de la imaginación.
Enseguida, Poquet se refiere a las imágenes en el pensamiento científico. Y es que “hacer literatura” en la ciencia es inevitable: basta pensar en las impresionantes e ilustrativas representaciones de la cosmología actual, como lo que leemos -con el ánimo estremecido, y no sin razón- acerca del Big Bang o del “Universo inflacionario”. Lo cual nos lleva a coincidir con Gaston Bachelard, citado por Poquet en el capítulo anterior (p. 41), en orden a que “no se descubre lo que no se ha imaginado”. Basta arrimarse a cualquier historia de la física del siglo XX (de esas escritas para humanistas y poetas, o sea, para los legos) y se comprende la rigurosa exactitud del dictum sapiencial de Bachelard.
Por cierto, en esta sección era obligatorio invocar a Charles Darwin, debido a su gran influencia (junto a Herbert Spencer, no lo olvidemos) en el pensamiento del siglo XIX, del que bebieron los fundadores de la criminología propiamente dicha (Lombroso, Ferri, Garofalo, Sighele, Lacassagne, Topinard, etc.). La antropología criminal se forjó con las imágenes elocuentes de los rostros de criminales de diversa laya, torvos, feos, que anunciaban en sus rasgos la malevolencia… No es el lugar para discutir aquí los límites de esa clase de discurso, ni su uso político, pero la fealdad fue una prognosis criminal de primera magnitud, de modo que es muy acertada la referencia al trabajo de Umberto Eco, quien, con el admirable dominio de fuentes que le caracteriza, nos ha ofrecido la más hermosa historia de la fealdad (si se nos permite), en que la “maldad” ética y estética parecen demandarse mutuamente. De esa empresa occidental multiforme, que estuvo obsesionada en su búsqueda de la definición operativa de lo bello y de lo feo, ¿podía estar ausente el discurso criminológico?
Una nota especial de elogio nos merece lo que señala el autor sobre las ideas del zoólogo británico Richard Dawkins. Poquet se sacude ese automatismo que suele suscitar, en los criminólogos críticos, todo cuanto parezca relacionarse con el ítem “biología y sociedad” (como si los seres humanos fuesen querubines puramente culturales), y que se traduce en el rechazo y hasta en la demonización tópica de ciertos autores. Así, Poquet sale en defensa de Dawkins, desfaciendo un viejo entuerto que relaciona indebidamente al autor de El gen egoísta con el racismo, con el determinismo biológico más ramplón y, por si lo anterior no bastase, ¡con la criminología positivista! Una vez más, ha habido más miedo que daño.
En otro capítulo, el autor nos habla de las imágenes en la criminología. Conocemos bien el poder de los rostros que jalonaban las páginas lombrosianas, pues tienen el poder de evocarnos a toda una corriente teórica en su conjunto, a la antropología criminal (también conocida como positivismo criminológico). Toda la retórica de la degeneración y del atavismo nos remite a un universo de figuraciones y significados que los libros criminológicos de la época (fines del siglo XIX y principios del XX) no llegan a abarcar. ¡Cuánta razón tenía A. Niceforo cuando publicó su obra Degenerados y criminales en la Divina Comedia de Dante!
Poquet da voz a varios autores relevantes de la criminología sociológica, como D. Matza, S. Cohen, G. Pearson, D. Garland y J. Young, entre otros. En todos ellos, el autor encuentra una metáfora atinente, un golpe de efecto visual, o una posibilidad de responder desde el espacio de las ficciones. La criminología, no podemos olvidarlo, es un reino confuso, de imágenes poderosas, altisonantes y hasta grotescas, pero no exentas de belleza (como bien lo mostró Poquet en su libro sobre Borges, que es una suerte de primera parte del que ahora comentamos).
Finalmente, la obra aborda el papel de la imagen en el Derecho Penal, un tema arduo, como es sabido. Ante todo, nos encontramos con un Hans Welzel que no sólo es la figura cimera de la teoría de la acción final, sino también un notable iusfilósofo, uno del que lamentablemente se habla menos y que pudo escribir, en un momento de exaltación poética: “Cuando el oprimido no puede encontrar ninguna parte su derecho,/ cuando el peso se hace insoportable, alza su mano/ serenamente hacia el cielo/ y se busca desde allí sus derechos eternos,/ que se hallan allí arriba inalienables/ e indestructibles como las mismas estrellas” (cit. por Poquet, p. 102). He aquí el poder de la imagen para sustentar la idea de Derecho Natural, cara al jurista alemán, casi del mismo modo que la teología política, de varios siglos ya, nos ha legado poderosas y evocativas “miniaturas” visuales del poder, de la sociedad y sus estamentos.
Luego, Poquet continúa su recorrido con autores como A. Kaufmann, D. Zielinski, G. Jakobs, C. Roxin, tratadistas alemanes de enorme resonancia en Iberoamérica. Pero la parte culminante de este capítulo jurídico-penal es, nos parece, la dedicada a algunos juristas argentinos de talla internacional. Primero, el debate entre Carlos Nino y Eugenio R. Zaffaroni, pletórico de sugestivas imágenes, y que Poquet, con acierto, lo escoge como notable ejemplo de aquello que nos ha venido explicando en páginas precedentes. Segundo, con el cierre dedicado a Marcelo Sancinetti, cuya obra Poquet ha seguido con suma atención a lo largo de los años, y que no podía estar ausente en esta aguda disquisición sobre el poder de la imagen y sobre la ambigüedad del lenguaje (del jurídico, por supuesto). ¿Objetividad o subjetividad en Derecho Penal? ¿Ha estado la imaginación jurídica a la altura del desafío de representarlas? Sin “figuras literarias”, nos enseña este ensayo, la dogmática no puede construir un discurso convincente sobre la intangibilidad -real o aparente- de los fenómenos y acontecimientos que requieren el juicio del jurista.
En síntesis, este libro ha tenido la profundidad que nos hemos acostumbrado a esperar de su autor. Y hay que recalcar una de las claves de los ensayos de Poquet, antes y ahora: su conocimiento de la literatura universal, que viene siempre en auxilio de la reflexión (nunca como mero despliegue de ese manierismo que se interesa más por nuestro asombro que por nuestro esclarecimiento). Cuando Poquet explica las pasiones delictivas o el estudio de las mismas, citando a Shakespeare, Cervantes, De Quincey o Zola, los penalistas y criminólogos siempre salen con algo valioso entre manos. También ha sido, por supuesto, nuestro caso.
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