Hace unas semanas al conversar con alumnos y alumnas de la maestría en Derecho de la UNAM, alguno de los asistentes me preguntó cómo se puede construir una cultura democrática que ayude a hacer efectiva la Constitución. Al ser un tema que he trabajado en el pasado y sigue siendo un tema de mi interés profesional, decidí escribir esta columna con el fin de dar una breve respuesta.
La construcción de una cultura democrática es una de las principales tareas que tienen las instituciones (educativas, medios de comunicación, ONG´S, partidos políticos, poderes del Estado) para que un sistema democrático funcione. Para un buen número de teóricos del constitucionalismo la cultura democrática es un elemento necesario, más no suficiente, para que la democracia pueda desarrollarse. En México, por ejemplo, la cimentación de esta cultura es un fenómeno reciente que poco a poco empieza a minar la cultura autoritaria. En el ámbito del derecho, solemos hablar de la cultura de los derechos humanos, no como un sinónimo de aquella sino como una parte importante de ese proyecto más amplio. Aun cuando podemos compartir con relativa facilidad la necesidad de una cultura de los derechos humanos, los problemas empiezan cuando nos preguntamos qué implica esta cultura, cómo construirla y cuáles son los caminos adecuados en la búsqueda de este objetivo.
Comenzaré por las que, en mi opinión, son aproximaciones problemáticas para edificar una cultura de los derechos y en las que el progresismo ha incurrido. El primero es el problema del legalismo, es decir, encauzar todos los esfuerzos pedagógicos y de difusión en los derechos previstos en las normas jurídicas. El inconveniente con este enfoque son sus limitaciones. En muchas ocasiones discutir solo en términos de derechos no alcanza, pues podríamos dejar de lado el debate sustancial, por ejemplo, enfocándonos en los derechos sociales y olvidar la justicia social. Un autor como Waldron, crítico en este aspecto del sistema norteamericano, sostiene que enmarcar las discusiones morales en términos de derechos constitucionales conlleva encorchetar y rigidizar la argumentación sobre lo que realmente nos importa, que son los valores o intereses fundamentales que se protegen por las constituciones. Al criticar la deliberación judicial enmarcada en derechos, Waldron pensaba, por ejemplo, en el debate sobre los alcances de la libertad de expresión prevista en la 1ª Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, pues se limita estrictamente a interpretar las palabras de la enmienda que prevé “El Congreso no podrá expedir ninguna ley…que limite la libertad de expresión o de prensa…”. De esta manera, se perdía de vista la sustancia de la discusión para enfocarse más en la interpretación del texto constitucional.
Un segundo problema consiste en idolatrar a los derechos humanos olvidando que son instrumentos jurídicos y/o morales y no fines en sí mismos. Como instrumentos pueden ser utilizados jurídica o políticamente tanto para cambios a favor de una agenda liberal e igualitaria, como para defender los intereses de las personas que quieren preservar un statu quo tremendamente injusto. En efecto, así como el liberalismo igualitario busca impregnar sus valores al interpretar los derechos humanos, el neoliberalismo, neoconservadurismo u otras ideologías no igualitarias pretenden lo mismo. Un ejemplo claro de una interpretación neoliberal de los derechos humanos es el caso Citizens United v. Federal Election Comission (2010), en el que la Corte Suprema de EE.UU. decidió que es inconstitucional imponer límites a las contribuciones económicas de las empresas para promover o criticar un candidato en una campaña política, pues en opinión de la mayoría de los justices es una violación a la libertad de expresión de las empresas. De esta manera, se protegió a través de la libertad de expresión que la desigualdad económica se traduzca en desigualdad de influencia política. Otro caso de interpretación conservadora es la oposición que se dio en Argentina por parte de la Iglesia católica a la legalización de la interrupción del embarazo, con fundamento en el artículo 4.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos que señala: “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción.”, cuestionando la interpretación de la propia Corte IDH en el caso Artavia Murillo y otros vs. Costa Rica (parrs. 263 y 264).
Un tercer problema es el de la ingenuidad, es decir, centrarnos solo en los derechos humanos y perder de vista la importancia que tiene para su protección la parte orgánica de las constituciones. Como ha dicho Roberto Gargarella, no se puede olvidar el papel que tiene la sala de máquinas de la Constitución para la realización de los derechos fundamentales. De acuerdo con su teoría, en América Latina hemos puesto mucho esfuerzo en reconocer más y más derechos en nuestras constituciones, perdiendo de vista la necesaria reforma a la estructura del poder. Desde su punto de vista, si el pueblo no tiene herramientas para participar en la deliberación democrática y en la toma decisiones, los derechos seguirán siendo buenas intenciones que pueden o no cumplirse según el voluntarismo del poder en turno. Piénsese, por ejemplo, en los procedimientos de reforma constitucional que atribuyen más derechos a las personas, pero no incluyen la participación democrática de la ciudadanía, lo que impide que el pueblo se involucre en la deliberación constitucional sobre la realización de esos derechos.
Si estas advertencias son correctas, entonces ¿cuáles son las mejores aproximaciones para construir una cultura de los derechos? En mi opinión, hay tres claves de las que podemos partir. En primer lugar, es necesario reconocer que los derechos son normas ambiguas, vagas y entran en conflicto, por lo que pueden ser objeto de muy distintas interpretaciones. El enfoque de derechos no es únicamente enarbolado por los bloques progresistas de cambio social, sino también por los defensores del statu quo. De esta manera, lo primero que debemos reconocer es el desacuerdo profundo que existe sobre el contenido de los derechos y poner sobre la mesa las distintas filosofías políticas con las cuales los interpretamos. Así, una estrategia más efectiva en la construcción de la cultura de los derechos necesita distinguir dos caminos paralelos que se pueden seguir, ya sea que queramos una cultura “delgada” o una cultura “gruesa”.
De acuerdo con el primer camino, la cultura de los derechos empieza por reconocer y respetar el pluralismo social y promover la crítica y la deliberación con tolerancia y respeto sobre lo que implican los derechos. En otras palabras, en sociedades plurales como las nuestras, la cultura de los derechos no puede consistir en la imposición de determinados valores (los compartamos o no), sino en la búsqueda de avances sociales a través del debate y la crítica. Solo así se socializarán las concepciones de la libertad y la igualdad que el progresismo quiere proteger, cimentando avances más robustos y menos coyunturales. A esta apuesta la podemos llamar la cultura “delgada” de los derechos, sin que ello quiera decir que sea menos importante que una cultura “gruesa”.
De acuerdo con esta cultura “delgada” de los derechos, es necesario confiar en que todas las personas pueden participar en igualdad de condiciones que otros actores -tribunales, parlamentos, partidos políticos- en la interpretación de los derechos, más allá de los contornos legales. Eso no significa que necesariamente su interpretación sea la mejor o que deba ser adoptada por las instituciones. Lo que implica es reconocer la capacidad de todas las personas afectadas por la toma de decisiones del poder público para dar contenido a sus derechos. Esto es así por una razón de legitimidad democrática, pero también porque sólo a través de la participación es que se puede generar conocimiento y adhesión popular a las normas constitucionales, es decir, construir una cultura de los derechos. En otras palabras, la protección de los derechos humanos sin participación de la gente, a lo mucho son concesiones graciosas a personas que miran desde la galería.
El segundo camino, la cultura “gruesa” de los derechos, consiste en debatir y defender concepciones progresistas de la libertad y de la igualdad, por ejemplo, aquellas que protegen un amplio ámbito de autonomía a las personas para decidir su propio plan de vida frente a las que limitan la autonomía con base en la moral social, o una concepción de la igualdad que se hace cargo de las desigualdades estructurales entre hombres y mujeres frente a otra que solo aboga por la igualdad formal ante la ley, etc. Mediante este segundo camino, ya no se trata de construir una cultura “delgada” basada en la deliberación y justificación de la toma de decisiones, sino de cimentar una cultura “gruesa” de los derechos, pues discute y defiende abiertamente concepciones progresistas de la libertad y de la igualdad.
La búsqueda de una cultura “delgada” o de una cultura “gruesa” de los derechos dependerá de los objetivos de las instituciones que tienen la tarea de construirla. En todo caso, considero que la construcción de una cultura “gruesa” de los derechos que defiende interpretaciones progresistas de la libertad y de la igualdad no debe hacerse sin fomentar el ejercicio de las capacidades deliberativas de las personas, pues de hacerlo así sus cimientos serán muy endebles.
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