«En la más reciente jurisprudencia constitucional se han registrado serias divergencias de criterio sobre el alcance de la libertad de expresión en determinados contextos singularizados por el objeto de la expresión crítica y/o por la manera en que fue expresada(…) En la abrumadora mayoría de estos supuestos el tribunal ha aceptado por mayoría que el Estado sancionara las conductas consideradas como no protegidas por el derecho a la libertad de expresión y lo hiciera, además, a través del sistema penal». 

La cita es un fragmento de uno de los votos particulares formulados al criterio de la mayoría en la sentencia del Tribunal Constitucional español (STC) 192/2020, de 17 de diciembre, desestimatoria del recurso de amparo promovido contra la condena por un delito de ofensa de los sentimientos religiosos (art. 525 Código Penal español,  CP) consistente en interrumpir la celebración de una misa lanzando pasquines y profiriendo consignas a favor del aborto. Lo afirmado se ejemplifica con la referencia a varias sentencias de signo distinto como la STC 190/2020, de 15 de diciembre, desestimatoria del recurso de amparo formulado contra la condena por un delito de ultrajes a España (art. 543 CP) por la expresión «hay que prenderle fuego a la puta bandera» o, en sentido estimatorio del amparo, la STC 35/2020, de 25 de febrero, que anula la condena impuesta por un delito de humillación a las víctimas del terrorismo en relación con la publicación de determinados tweets (art. 578 CP) por falta de ponderación suficiente.

La afirmación transcrita pone de manifiesto el statu quo de la libertad de expresión [artículo 20.1.a) Constitución Española, CE] en nuestro país desde dos perspectivas (interrelacionadas): por un lado, la constatación de serias divergencias en la interpretación del alcance del derecho fundamental a la libertad de expresión (y no tanto respecto de su contenido); y, por otro lado, una suerte de anticipación del reproche penal (o rebaja de su umbral) que se verifica tanto en lo que podría denominarse una hiperreacción de la sociedad civil, acompañada del incremento de la incoación de procedimientos penales, como en la interpretación y aplicación de determinados delitos (en ocasiones, con una tendencia expansiva) no siempre previstos de forma clara y precisa —como, aparte de los ya mencionados, el delito de injurias a la Corona (art. 490.3 CP) o el delito del discurso del odio (art. 510 CP)

De lo anterior no puede deducirse, en mi opinión, que la libertad de expresión en España se encuentre en un proceso de regresión irreversible, pero sí se atisba la necesidad de una (re)significación del derecho en lo relativo a su alcance y a la previsión, interpretación y aplicación de los llamados delitos de expresión. 

En todas las sentencias del TC  aludidas se parte del consenso en la definición del contenido y del ámbito de protección de la libertad de expresión, concebido como un derecho privilegiado pues contribuye a la formación de una opinión pública libre y constituye uno de los planos que conforman el poliedro de la democracia junto a la libertad ideológica (art.16 CE), el pluralismo político (art. 6 CE) o la participación política de los ciudadanos (art. 23 CE). La libertad de expresión protege la emisión libre de opiniones y juicios de valor sin más límites que aquellos que imponen la propia Constitución y las leyes, incluyendo manifestaciones chocantes, perturbadoras, hirientes, groseras o desabridas (…) pero sin amparar un pretendido derecho al insulto que se situaría extramuros del derecho. Precisamente porque el ejercicio de la libertad de expresión permite el uso de expresiones repulsivas, puede afirmarse que no existe un derecho a no ser ofendido.

Las diferencias surgen, entonces, en la declinación al caso concreto de ese contenido; en la determinación de qué es aquello que, aun resultando hiriente o perturbador, no constituye un ejercicio extralimitado del derecho. Es en la contextualización de las expresiones controvertidas (en el cómo, cuándo y por qué) donde se aprecia la discrepancia; particularmente, respecto de la necesidad de las expresiones utilizadas en relación con lo manifestado —pues, las expresiones ofensivas sin relación con las ideas u opiniones que se expongan y que resulten innecesarias para la exposición de las mismas no quedan amparadas por la libertad de expresión. 

Así, la STC 192/2020 resalta la inexistencia de un punto de conexión que permita entender la ceremonia religiosa como un foro de intercambio de ideas, pudiéndose difundir el mensaje por medios alternativos «sin necesidad de perturbar a los fieles»; remarcándose, en cambio, en el voto particular, que las consignas a favor del aborto fueron realizadas en un contexto político-social en el que se discutía la modificación de su regulación. Por su parte, la STC 190/2020 entiende que las expresiones controvertidas encierran un mensaje de menosprecio hacia la bandera y son «de todo punto innecesarias para sostener el sentido y alcance de las reivindicaciones laborales (…)»; poniéndose el acento en el voto discrepante en que tales expresiones se emitieron en el contexto de una reivindicación laboral sin incitación a la violencia y sin alteración del orden público. 

No parece fácil determinar cuándo las expresiones vertidas son necesarias (o no gratuitas) respecto de un determinado mensaje y tener a la vez en cuenta el contexto en el que se producen: puede compartirse que la llamada a la quema de la bandera no guarda una relación sinalagmática con la reclamación salarial pero ¿el contexto de una manifestación acalorada de reclamación de derechos laborales no podría ser un (re)significante de esas expresiones que permitiera excluir la pretendida extralimitación en el ejercicio del derecho?. 

La (re)significación de la libertad de expresión debe partir de su carácter dinámico, tomando en consideración lo que el Tribunal Constitucional denomina realidad social jurídicamente relevante; esto es, prestando atención a los retos y problemas que plantean las sociedades contemporáneas y permitiendo su reflejo en la jurisprudencia. Se requiere una lectura evolutiva del texto constitucional con arreglo a las exigencias de la sociedad actual (STC 198/2012, de 6 de noviembre), y a la luz, también, del derecho comparado y de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ; como, por ejemplo, SSTEDH de 15 de marzo de 2011 (Otegui Mondragón c. España), de 18 de noviembre de 2011 (Akdas c. Turquía), de 13 de marzo de 2018 (Stern Taulats y Roura Capellera c. España), o de 17 de julio de 2018 (Mariya Alekhina y otras  c. Rusia), por citar algunas.

La contextualización del derecho (y su alcance) no puede abstraerse de la mutación que, en la percepción de algunos derechos (como la libertad de expresión, la intimidad o la propia imagen), provoca el uso y la sobreexposición en redes sociales, valorando su mayor capacidad de penetración o de creación de relatos y la eventual percepción de un mayor riesgo social. Debería, asimismo, distinguirse de forma más precisa entre la libertad de expresión y la libertad de creación artística —pues la especificidad de la segunda habría de comportar una protección reforzada o acrecida (cuyo análisis excede de estas notas). 

Esta realidad social jurídicamente relevante aboca también a la necesaria reconsideración del alcance de los delitos de expresión, ensanchando aquellas zonas que permiten un reproche no penal al ejercicio extralimitado del derecho; una zona intermedia que acabe con la colindancia entre lo constitucionalmente admisible y lo penalmente punible con fundamento en el principio de intervención mínima y ultima ratio del derecho penal. En este sentido debería valorarse cómo ha evolucionado el margen de tolerancia en la sociedad contemporánea y resituar, con arreglo a los estándares internacionales, la intensidad de protección de instituciones o personajes públicos frente a una crítica desabrida, así como tener en cuenta si las expresiones controvertidas suponen un peligro cierto de incitación a la violencia.  

Los límites a la libertad de expresión deben ser interpretados de forma restrictiva por lo que la intervención penal, tanto en la fase de admisión de querellas como en la interpretación y aplicación de tipos penales, sólo debería tener cabida en circunstancias excepcionales y de gravedad, manteniéndose un estricto control de proporcionalidad a fin de evitar el llamado efecto desaliento (chilling effect) reconocido en la jurisprudencia del TEDH (Otegui Mondragón c. España, entre otras); una autocensura en la expresión y en la creación artística que no se compadece con la diversidad y el pluralismo de nuestra sociedad.  

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