El procedimiento de opinión consultiva instaurado por el Protocolo 16 conduce inevitablemente a su comparación con el procedimiento prejudicial ante el Tribunal de Justicia, previsto en el Artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE). Ambos procedimientos tienen semejanzas muy destacables, hasta el punto de que podrían calificarse como mecanismos de cooperación judicial paralelos. Pero las comparaciones son siempre odiosas, algo que no resulta una excepción en el presente caso. Si bien es cierto que ambos procedimientos comparten rasgos similares, un análisis más detenido demuestra que las diferencias son muy reseñables, algo que, con el paso del tiempo, podría ir acentuándose a medida que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos consolide su jurisprudencia al interpretar el Protocolo 16 y sus normas procesales .

En primer lugar, destaquemos las similitudes. Es incuestionable que ambos procedimientos responden a una filosofía común: garantizar una interpretación y aplicación uniforme de una norma europea común. El reenvío facilita, en el marco de un diálogo “de juez a juez”, la articulación de criterios o pautas interpretativas comunes, surgidas de las dudas que emergen de los propios tribunales nacionales. Además de contribuir a un clima de confianza y complicidad entre los tribunales nacionales y sus homólogos europeos, el sistema asegura una mejor aplicación y efectividad de las normas europeas, ya sea el Derecho de la Unión o el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH). Asimismo, al articularse como un reenvío “de juez a juez”, las partes ocupan un papel secundario en el transcurso de ambos procedimientos, pues el protagonismo lo adquiere el tribunal remitente, único interlocutor válido de ambos tribunales europeos. Las partes en el proceso principal pasan a ser una especie de interviniente cualificado, al tiempo que también se amplía el espectro de potenciales intervinientes, como es el caso de los Estados o las Instituciones de la Unión. Finalmente, el diálogo se circunscribe estrictamente a cuestiones jurídicas. Se trata de procedimientos cuyo objetivo no es otro que esclarecer una cuestión de Derecho, no de hecho. Ambos procedimientos se caracterizan, pues, por su falta de atención a las cuestiones fácticas, las cuales se dejan en manos del juez remitente. Incluso desde el punto de vista de la estructura y la duración de los procedimientos hay similitudes, pues ambos tienen fases muy sencillas, dividendo entre una fase escrita y otra oral, ambas ventiladas en una duración no superior a quince meses. 

Hasta aquí las similitudes, que no son pocas. Sin embargo, las diferencias son muy superiores, como a continuación se pasa a exponer. 

Para empezar, el procedimiento previsto en el Protocolo 16 queda circunscrito y puesto a disposición de los tribunales supremos de los Estados firmantes, algo que en absoluto sucede en el procedimiento prejudicial previsto en el Artículo 267 TFUE. El Protocolo 16 no introduce un diálogo “de juez a juez”, sino más bien “de supremo a supremo”. Este matiz no es menor, pues, como es bien sabido, la dialéctica entre tribunales supremos no es igual que la que puede desarrollarse entre un tribunal de primera instancia, sujeto al criterio de un tribunal superior, y ese tribunal superior. En España hemos sido testigos de cómo las instancias civiles y sociales se han rebelado sucesivamente en contra del criterio del Tribunal Supremo, precisamente utilizando el procedimiento prejudicial para sortear criterios impuestos por el tribunal superior (con éxito en muchos casos). El Protocolo 16 no responde en absoluto a esta corriente y limita el diálogo a un cuadro institucional mucho más estricto, sin que las instancias inferiores puedan introducir atajos en la formación o revisión de un criterio jurisprudencial en el Estado. 

Asimismo, el Protocolo 16 impone como regla general el criterio facultativo en la decisión de planteamiento de la opinión consultiva. A diferencia de la cuestión prejudicial, que resulta obligatoria para los tribunales cuyas resoluciones no admiten ulterior recurso (si bien sometidas a varias y generosas excepciones previstas en la jurisprudencia Cilfit y DaCosta), el Protocolo 16 sienta un criterio de voluntariedad que deja al criterio de cada tribunal supremo nacional la decisión final sobre la oportunidad del planteamiento. Las partes no podrán cuestionar la legalidad de la decisión del Tribunal Supremo de no plantear una solicitud de opinión consultiva, a diferencia de lo sucedido con la cuestión prejudicial, la cual ha dado pie, por ejemplo, a una fructífera jurisprudencia del Tribunal Constitucional español en la que interacciona el artículo 267 TFUE y el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva previsto en el artículo 24 de la Constitución. 

Por si no fuera poco, las Opiniones dictadas por el TEDH no son vinculantes para el juez remitente ni para los Estados miembros (y mucho menos, por tanto, para los particulares), a diferencia de lo sucedido con las sentencias prejudiciales, que vinculan de forma espectacular no sólo a todos los Estados y particulares, sino también con una fuerza temporal pseudo-retroactiva que alcanza a la norma interpretada de la Unión hasta el momento de su entrada en vigor.  Ahora bien, resulta incuestionable que el Tribunal Supremo que se aparte del criterio sentado por una Opinión consultiva estará sirviendo en bandeja a la parte perdedora el recurso directo ante el Tribunal de Estrasburgo, que no perderá la ocasión de reafirmar la doctrina que ya sentó previamente en esa misma Opinión consultiva. Por tanto, si bien la falta de vinculatoriedad traslada un importante mensaje simbólico, también es cierto que se ve contrarrestada por la inercia y deriva de los procedimientos ulteriores. 

También existen varias diferencias importantes en el plano procesal en las que, por razón de espacio, no podemos detenernos en este momento. Muy sucintamente y a modo de ejemplo, el régimen lingüístico, que es sumamente plural en el Tribunal de Justicia, es mucho más reducido en Estrasburgo (las únicas lenguas oficiales son el francés y el inglés), un rasgo que se refleja igualmente en los procedimientos prejudiciales y de Opinión consultiva, respectivamente. El multilingüismo del Tribunal de Justicia facilita la comunicación con los tribunales nacionales, algo que resulta más azaroso en el caso del TEDH, cuyos medios lingüísticos son mucho más limitados. Surgen también serias dudas sobre los criterios de admisibilidad y competencia aplicables a cada procedimiento, muy invasivos en el caso del artículo 267 TFUE, pero (en principio, a la espera de la jurisprudencia que los desarrolle) más flexibles en Estrasburgo. También existen diferencias importantes en el régimen de las intervenciones, donde Estrasburgo no ha tenido inconveniente en el pasado de dar voz a organizaciones no gubernamentales a través del cauce del amicus curiae, algo impensable en el rígido sistema de intervención ante los tribunales de la Unión Europea. 

En definitiva, el Protocolo 16 es una novedad muy bienvenida que se apoyará en la práctica adquirida por los tribunales nacionales al dialogar con Luxemburgo. Sin embargo, hay muchas diferencias entre ambos procedimientos, diferencias que, en suma, se pueden resumir en las múltiples ventajas que encontrarán los tribunales nacionales que quieran hacer uso del Protocolo 16. En efecto, al comparar ambos procedimientos podemos observar que la mayoría de los rasgos que caracterizan al procedimiento de Opinión consultiva favorecen al tribunal nacional remitente, facilitan el diálogo con Estrasburgo y preservan la autonomía e independencia de criterio del tribunal nacional: diálogo privilegiado entre supremos, totalmente optativo, sin carácter vinculante (al menos no directamente), en definitiva, un medio de comunicación cómodo para que todos los tribunales supremos se sientan cómodos, en un contexto horizontal y sin jerarquías, a la hora de iniciar el diálogo judicial europeo. Este carácter horizontal contrasta con el estilo algo jerarquizante que ha caracterizado al diálogo del Tribunal de Justicia con los tribunales nacionales (incluidos los supremos y constitucionales), algo que se explica por el hecho de que el Derecho de la Unión goza de primacía y efecto directo en todos los ordenamientos nacionales. En cambio, el estatus del Convenio Europeo de Derechos Humanos, a pesar de verse reforzado en todos los Estados firmantes, no disfruta de la autonomía del Derecho de la Unión, lo cual permite al Tribunal de Justicia asumir una posición más firme, como máximo intérprete y garante de la efectividad de las normas de la Unión. 

Visto todo lo anterior, y a modo de conclusión, parece difícil concebir que el Protocolo 16 pueda ser una amenaza ni para la Unión ni para los Estados firmantes del Convenio. 

No lo es para la Unión, pues es bien sabido que el Convenio no se entromete directamente en los estándares de protección del Derecho de la Unión. En caso de hacerlo, no es porque el Convenio se haya interpretado así, sino que es por obra del propio Derecho de la Unión en particular gracias al artículo 52 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que introduce (en términos que resuenan al Artículo 10.2 de la Constitución española) la obligación de interpretación de la Carta a la luz del Convenio. Sigue resultando incomprensible la justificación del Tribunal de Justicia en su Dictamen 2/13, al justificar la incompatibilidad del proyecto de adhesión de la Unión al Convenio sobre la base (entre otros motivos) de las interferencias que generaría el Protocolo 16 en la autonomía del Derecho de la Unión. Una vez en vigor el Protocolo 16 y vistas las Opiniones dictadas hasta la fecha, se confirma con aún mayor fuerza la debilidad del planteamiento expuesto en el desafortunado Dictamen 2/13 del Tribunal de Justicia. 

Pero tampoco puede considerare que el Protocolo 16 constituya una amenaza para los Estados firmantes. Al contrario, al facilitar un criterio común y en sede consultiva, con carácter preliminar, el Tribunal le da la oportunidad a los Estados firmantes, a través de sus tribunales, a que eviten condenas internacionales con efectos (como ya es bien sabido, incluida España) muy negativos para su imagen y reputación internacional. Si una Opinión consultiva sirve para evitar una estruendosa condena de Estrasburgo, en el marco de un recurso directo, contra un Estado cuyos tribunales supremos tenían dudas sobre cómo interpretar el Convenio, bienvenida sea la cooperación judicial entre tribunales. Si un Estado miembro tiene ante sí un juicio de gran relevancia, donde sus tribunales se juegan su prestigio nacional e internacional, ¿no es mejor que las dudas que tenga la sala (si es que las tiene) se ventilen preventivamente mediante una Opinión consultiva, a que se resuelvan con posterioridad, desacreditando ex post al Tribunal Supremo y dejando en evidencia las credenciales del país ante las miradas del exterior? A fin de cuentas, ¿no es más práctico y útil para todos (incluidas las partes) acabar con las dudas antes de que sea demasiado tarde y el daño sea irreparable?

Dicho todo lo anterior, un país como España, que ha demostrado haber contribuir positivamente al funcionamiento de la cuestión prejudicial mediante las valiosas contribuciones de sus tribunales, tanto de última como de primera instancia, tiene la oportunidad de demostrar que puede contribuir de nuevo a la arquitectura judicial europea. Para ello no tiene más que ratificar el Protocolo 16 y facilitar que los máximos tribunales españoles, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo, puedan entablar un diálogo directo con el TEDH. No hay ningún riesgo que correr, sino más bien todo lo contrario. Cuanto más tiempo pierda el Estado demorando su incorporación al sistema, mayor es el verdadero riesgo de seguir soportando condenas mediante recursos directos. Condenas que, además, suele acabar pagando el contribuyente. Otra razón, pensando en el bolsillo de los ciudadanos (pues quizás de ese modo el todopoderoso Ministerio de Hacienda se sensibiliza con el tema), para que el Reino de España ratifique el Protocolo 16 de una vez.

 

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