Hay un encanto natural en aquellas personas que se mueven por el mundo con nobleza de espíritu, claridad mental y generosidad solidaria. Son personas confiables. Si además visten, caminan y usan los modales con elegancia, tenemos a Eugenio Bulygin. 

Le conocí, personalmente, en 1991, en la inauguración del I Seminario “Eduardo García Máynez” sobre Teoría y Filosofía del Derecho, en la Ciudad de México. El Seminario sirvió de ocasión para dar continuidad a un intercambio de ideas y de escritos con Ulises Schmill en torno a los áridos pero sesudos problemas sobre las relaciones entre Lógica y Derecho. Pero, también, fue la oportunidad para que en algunas reuniones con estudiantes y jóvenes profesores discutiéramos con el “maestro Bulygin” su ya legendaria obra Normative Systems, escrita con Carlos Alchourrón. 

Nos habíamos preparado para recibir a Eugenio y las dos jornadas de discusión se prolongaron por horas, con el atractivo de planearlas fuera de las responsabilidades formales y protocolarias que imponía el Seminario. El académico e intelectual cedió su lugar al profesor y al colega para beneficio y deleite de los participantes. Los temas difíciles se aligeraban con las explicaciones, las finas ironías acompañaban a los ejemplos, pero sobre todo recuerdo, de vez en vez, un sonido gutural que semejaba una risa franca, sonora, que iluminaba el rostro de Eugenio, seguramente con ocasión de algunas de nuestras no tan inteligentes ocurrencias. 

Eugenio nos acompañó, desde aquel primer encuentro, en otras ediciones del Seminario García Máynez; colaboró en Isonomía y también con la reedición de alguno de sus libros para la colección de Fontamara; impartió unas conferencias magistrales dentro de la Cátedra dedicada a su querido amigo Ernesto Garzón Valdés; abusamos de su bonhomía enviándole a algunos Estados de la República para impartir cursos y seminarios… siempre dispuesto, siempre con un sentido de servicio y entrega a su vocación educativa y humanista. Los encuentros personales se fueron haciendo más continuos en y fuera de México, y en un par de ocasiones tuvieron lugar en Buenos Aires, antes y después del atentado a la AMIA, muy cerca de su casa, hecho que despertó su indignación y firme censura ante esos actos de terror y barbarie. 

Un buen día, de forma inesperada, Pablo Navarro -otro Quijote- me habló para informarme que él y Eugenio habían decidido proponerme para la obtención de la beca Guggenheim (2005). No me extrañó este acto de generosidad de ambos –los conocía– pero me sentí indigno de ese reconocimiento, abrumado, pero, sin duda, profundamente agradecido. Así se lo expresé a ambos y Eugenio me refrendó, una vez más, su apoyo y amistad incondicional. 

No frecuenté a Eugenio en los últimos años como hubiera sido mi deseo y seguramente el de él. Nos teníamos presentes e intercambiábamos algunos correos. Hoy, en su ausencia, mi admiración tiene el entusiasmo del primer día que le conocí y puedo con todo mi corazón hacer mías las palabras del sabio Montaigne: “En la amistad hay un fervor general y universal, templado y uniforme, constante y tranquilo, sin nada de anheloso ni doloroso”; y le gustaba citar a Horacio en un pasaje emotivo y cierto: “Mientras conserve la razón, no encontraré nada comparable a un buen amigo”. Yo he tenido esa fortuna y me congratulo que un día cualquiera, hace ya tantos años, conociera a mi admirado y querido amigo Eugenio.

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