Integración es uno de los términos más manidos entre juristas, economistas, políticos y, en general, académicos de diferentes disciplinas en América Latina. Todos hablamos de integración, pero no todos decimos lo mismo cuando hablamos de integración, por su carácter polisémico y porque comparte ámbito de aplicación con otros conceptos cercanos e interrelacionados como la cooperación, la supranacionalidad o la globalización. La dimensión jurídica e institucional de un proceso de integración se encuentra condicionada por el peso político que les concedan a esos conceptos los gobiernos de los Estados miembros. Todo proceso de integración se mueve en una suerte de equilibrio inestable entre soberanía y supranacionalidad, entre intereses nacionales e intereses comunitarios, entre normas nacionales y normas comunitarias. Ese equilibrio inestable se puede manifestar en situaciones de muy diversa naturaleza, que pueden cubrir todo el abanico de posibilidades que van desde la integración jurídica, económica o social hasta el enfrentamiento abierto entre poderes de un Estado y las instancias comunitarias, pasando por las habituales tensiones en la elaboración o aplicación de normas o de ejercicio de competencias. 

Se ha generalizado la concepción economicista o económico-comercial del término integración, a lo que han contribuido tanto la propia naturaleza de la integración, de raíz económico-comercial, como el papel de organismos, organizaciones y procesos tan relevantes y, al mismo tiempo, tan diferentes como la Organización de Estados Americanos (OEA), que establece la integración regional comercial como uno de los objetivos del sistema interamericano (artículo 42 de la Carta de la OEA); como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), que subsume la integración estrictamente en el comercio internacional; o la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), Mercosur o la Alianza del Pacífico, que no disimulan -no tienen por qué hacerlo- su vocación eminentemente económico-comercial desde sus propios textos constitutivos, si bien su evolución les ha ido llevando a plantear políticas de desarrollo social de distinta naturaleza, especialmente en el caso de las dos últimas. 

Sin embargo, la integración es más que comercio. Mucho más. La integración es un concepto que trasciende las relaciones comerciales para alcanzar a las economías en sentido amplio, alcanzando la dimensión social y la dimensión jurídica de las relaciones entre los países integrantes de un proceso de integración.  En ese sentido, con independencia de la concepción de la integración propia de cada región, toda América Latina y el Caribe han optado por introducir en sus procesos de integración elementos que trascienden lo comercial, como la región andina, Centroamérica, el Caribe o el Mercosur. Lo mismo sucede incluso en la Alianza del Pacífico, a pesar de su marcado carácter económico-comercial, establecida sobre la base de “los acuerdos económicos, comerciales y de integración vigentes entre las Partes” (Preámbulo del Acuerdo Marco); y de su escaso peso jurídico e institucional, con ausencia de personalidad jurídica internacional al no constituirse como una organización internacional, sino simplemente como un “área de integración” (artículo 1 del Acuerdo Marco), que se autodenomina “mecanismo” o “iniciativa”. 

En efecto, el objetivo principal o último de todo proceso de integración es el desarrollo social y económico, desprendiéndose el desarrollo social como una consecuencia o una derivación del desarrollo económico. En otras palabras, toda integración es un proceso esencialmente económico-comercial a través del que se pretenden obtener desarrollo social. A su vez, la propia evolución de la integración, ya sea en el marco de una organización internacional o no, deriva en que los elementos sociales se integren como parte sustantiva del proceso, convirtiéndose, así, en un aspecto dinámico o activo y no estático o pasivo de la integración. De nuevo, el caso de la Alianza del Pacífico es un claro ejemplo, pues su Acuerdo Marco, que no constituye una organización internacional, establece expresamente que “la integración económica regional constituye uno de los instrumentos esenciales para que los Estados de América Latina avancen en su desarrollo económico y social sostenible, promoviendo una mejor calidad de vida de sus pueblos y contribuyendo a resolver los problemas que aún afectan a la región, como son la pobreza, la exclusión y la desigualdad social persistentes” (Preámbulo).  Sólo hay que ver algunas áreas de trabajo en las que se despliega la actividad de la Alianza del Pacífico: educación, cultura, desarrollo sostenible, género o inclusión social, que se han materializado en acciones concretas y sostenidas en el tiempo, como la Plataforma de Movilidad Estudiantil y Académica, que concedió 2622 becas entre 2013 y 2019 con una dotación de más de 11 millones USD (Informe de Gestión de la Plataforma de Movilidad Estudiantil y Académica, 2013 – 2019). 

Históricamente, la integración nos remite a un nuevo género de relaciones internacionales que determinados Estados (esencialmente democráticos) establecieron entre sí a lo largo de la segunda mitad del siglo XX sobre valores comunes de naturaleza histórica, social, cultural, política y económica. Sin duda, las experiencias de integración regional se fundamentan en unas mayores posibilidades de establecer vínculos de solidaridad más fuertes entre Estados que comparten valores y objetivos comunes, y más estrechos que a escala internacional. Ahora bien, los valores que están en la base de la creación de un proceso de integración no garantizan, en modo alguno, el éxito o el buen funcionamiento del mismo, como sucede precisamente en América Latina. La complejidad de un proceso de integración está determinada por varios factores de naturaleza diversa, a los que me refería en la columna Claves para entender la (des)integración de América Latina, y que condicionan el desarrollo de la integración.

Desde una óptica iusinternacionalista, la integración está directamente relacionada con la creación de organizaciones internacionales de ámbito regional, convertidas en uno de los elementos más característicos de la sociedad internacional contemporánea, especialmente por sus contribuciones en el ámbito del derecho comunitario y de los tribunales de integración. El ejemplo más representativo es la Unión Europea, por haber alcanzado los mayores logros y haber constatado el gran potencial de una organización de integración; si bien la tradición de integración regional está también muy presente en el continente americano, donde proliferan multitud de procesos e iniciativas de integración, muy heterogéneos. La variable intensidad de las relaciones entre sus miembros, reflejada en los objetivos y principios comunitarios, en las estructuras jurídico-institucionales adoptadas, en las competencias atribuidas y en las políticas de integración y cooperación, es el elemento que determina la diferencia cualitativa entre unos procesos y otros.

La integración es un concepto tan elástico que puede ser aplicado tanto a organizaciones internacionales puramente intergubernamentales, como Mercosur, como a otras de vocación marcadamente supranacional, como la Comunidad Andina; e incluso bajo el mismo paraguas conceptual de la integración cabe una organización internacional tan sofisticada como la Unión Europea, como un área, mecanismo o iniciativa tan liviano –jurídica e institucionalmente hablando- como la Alianza del Pacífico. 

Desde una perspectiva jurídico-institucional, la integración también puede cobrar muy distintas formas, siendo su máxima expresión la supranacionalidad, si bien se trata de un concepto que está lejos de tener un contenido unívoco y quizá se trate del punto más diferencial entre los procesos de integración, tanto dentro como fuera de América Latina. A partir de la doctrina existente al respecto, considero que, en sentido estricto, puede afirmarse que la supranacionalidad se caracteriza por la atribución efectiva del ejercicio de una serie de competencias soberanas, en ámbitos materiales concretos, a una organización internacional dotada de una estructura institucional compuesta por órganos intergubernamentales y por órganos independientes de los Estados miembros que defienden exclusivamente el interés comunitario, y de un sistema jurídico, caracterizado por la adopción mediante mayoría de decisiones obligatorias para sus destinatarios, ya sean Estados o individuos, lo que da lugar a un derecho comunitario dotado de primacía sobre los derechos nacionales y de eficacia directa para los particulares.

Así, la supranacionalidad se caracteriza por un conjunto de elementos cuya presencia o intensidad varía de unas organizaciones a otras, pudiendo llegar a establecerse sistemas supranacionales con grados de evolución diferentes en función del nivel de desarrollo de sus elementos definidores. Ello nos permite entender la supranacionalidad, no como una definición cerrada, sino como un concepto abierto y elástico que se correspondería con un método funcional del que se pueden dotar los procesos de integración para alcanzar sus objetivos. Ahora bien, la supranacionalidad en sentido estricto, asociada a un proceso de integración, conlleva costes políticos en términos de erosión de soberanía que no son fáciles de asumir en la política latinoamericana.

Los costes de soberanía que comporta la supranacionalidad suelen ser considerados como demasiado elevados por la clase política: instituciones que priman el interés comunitario sobre el interés nacional, transferencia del ejercicio de competencias soberanas a las instituciones comunitarias, adopción de decisiones por mayoría (y, por tanto, imponiéndose incluso a quienes hayan votado en contra), normas con eficacia directa y primacía, o instancias comunitarias (ejecutivas y judiciales) que pueden declarar el incumplimiento del derecho comunitario e imponer sanciones a los Estados infractores. Todo ello provoca no pocas tensiones en la clásica separación de poderes, con especiales consecuencias sobre el poder legislativo y el poder judicial.

A pesar de –y seguramente por culpa de– tantas experiencias de integración a lo largo de más de medio siglo de historia integradora y de contar con un número más elevado de acuerdos comerciales entre socios regionales, el nivel de participación de los países latinoamericanos en el comercio intrarregional está por debajo del nivel de comercio intrarregional que existe en otras latitudes como América del Norte, Asia o Europa. Como es sabido, la integración comercial real latinoamericana se sigue viendo lastrada, entre otros factores, por unos costes más elevados a nivel regional que extrarregional y por serios problemas de integración de las cadenas productivas intrarregionales. En América Latina no se alcanza ni la integración ni la supranacionalidad en términos reales. Podría entenderse –y hasta aceptarse– la renuncia a la supranacionalidad si fuese el precio a pagar por alcanzar la integración comercial real y sus beneficios en términos de desarrollo social –acompañados de las correspondientes políticas públicas–, pero los procesos de integración de América Latina están lejos de ofrecer resultados satisfactorios, muy lejos de las expectativas y de las posibilidades que ofrecen. Y mientras la clase política de primera y de segunda línea siga sin entender lo que significa la integración, el desarrollo de América Latina seguirá muy lejos de las expectativas creadas y de su enorme potencial. 


Cita recomendada:  Jorge Antonio Quindimil López ,“¿De qué hablamos cuando hablamos de integración en América Latina?” IberICONnect, 23 de septiembre de 2021. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2021/09/de-que-hablamos-cuando-hablamos-de-integracion-en-america-latina/

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