En el año 2015, se aprobó en España la reforma del recurso de casación contencioso-administrativo, que entró en vigor un año más tarde, el 22 de julio de 2016. Como es conocido, el recurso de casación es un recurso extraordinario, que sólo cabe en supuestos tasados y que en sentido estricto vendría a casar o “romper” la sentencia recurrida, conforme al original francés. La reforma española implicó un profundo cambio en la concepción de este recurso en el orden contencioso-administrativo, pero se enmarca en un contexto más amplio y conocido sobre el papel de los Tribunales Supremos en sentido lato o “tribunales de vértice” y sus funciones: en definitiva, sobre el alcance del control judicial y los poderes del Estado.
El nuevo recurso de casación español fue fruto de una inquietud compartida por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del propio Tribunal ante el número siempre creciente de recursos, que le impediría cumplir sus funciones y ofrecer un marco jurídico seguro para los órganos judiciales inferiores. En realidad, la preocupación por la carga de trabajo de los altos órganos jurisdiccionales ha sido y es una constante no sólo en la doctrina sino en reformas normativas de distinta índole. Esta preocupación se encuentra en la raíz del establecimiento recurrente de filtros de acceso – que varía de modelo a modelo – para conseguir un volumen razonable de resoluciones que proporcionen seguridad jurídica y una jurisprudencia de calidad que sirva de guía. Estos filtros pueden ser cuantitativos (suma gravaminis), o articularse como conceptos jurídicos indeterminados o incluso como discrecionalidad rayana en la libertad absoluta del órgano jurisdiccional para decidir qué asuntos entran o no en la agenda para ser objeto de un pronunciamiento sobre el fondo.
Cabe señalar que ninguna de estas discusiones es nueva, aunque sí es un debate relativamente reciente en el orden contencioso-administrativo español. Desde la obra magna de Piero Calamandrei, La cassazione civile (1920), se viene reflexionando sobre un tipo de recurso que presenta una naturaleza extraordinaria, en la medida en que el ámbito de cognición suele estar limitado a cuestiones de Derecho y no de hecho. En el orden contencioso-administrativo la incorporación de un recurso de casación es tardía, siendo así que en España tuvo lugar en el año 1992 en un contexto de “progresivo aumento de la litigiosidad”. La recepción tardía se explica probablemente por el origen histórico de este orden jurisdiccional en los países de tradición jurídico-administrativa francesa, donde el control de la Administración se confirió inicialmente a esta misma y no a un órgano jurisdiccional, algo que sucedió años más tarde y con fuertes limitaciones.
La Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo español es la más numerosa en comparación con las restantes cuatro Salas del Tribunal (27 magistrados, de los que 6 son mujeres), pero también es aquella que recibe un número de recursos mayor. El sistema anterior a la reforma era un sistema clásico de admisión de recursos sobre la base de determinados requisitos de naturaleza procesal y otros referidos a la cuantía del pleito, situándose la summa gravaminis en el año 2011 en 600.000 euros. Quienes impulsaron la reforma entendían que el modelo derogado otorgaba protección a un sector de la población en situación económica ventajosa en detrimento de otros sectores. Por otra parte, algunas materias (como función pública, con alguna excepción) se encontraban excluidas del antiguo sistema y, debido a la cuantía, otras no alcanzaban el Tribunal, que no podía así sentar jurisprudencia, por ejemplo, sobre múltiples aspectos cotidianos de la contratación pública, de la tributación o sobre incontables elementos del procedimiento administrativo, del urbanismo o de los sectores regulados. Estas inquietudes se canalizaron, también, a través de un grupo de trabajo constituido en el seno de la Comisión General de Codificación, que presentó un Informe con medidas para garantizar la eficiencia de la jurisdicción contencioso-administrativa, medidas entre las que se encontraba la reforma del recurso de casación contencioso-administrativo.
El nuevo sistema pivota en torno a un concepto, el interés casacional objetivo, previamente existente en los órdenes jurisdiccionales civil y penal, si bien en estos últimos casos sin el adjetivo “objetivo”. Se trata de un concepto que sigue asimismo la estela del criterio de la especial trascendencia constitucional, introducido en 2007 para determinar la admisión por el Tribunal Constitucional español de los recursos de amparo planteados para la protección de los derechos fundamentales. La clave de bóveda es aquí la operación consistente en dotar de contenido al concepto “interés casacional objetivo” y hacerlo de modo coherente, transparente y con una motivación adecuada, a fin de garantizar la pretendida seguridad jurídica.
Puede identificarse una tendencia creciente en los ordenamientos jurídicos, así como en jurisdicciones supranacionales, orientada a establecer mecanismos para que sea el propio Tribunal Supremo – en la acepción amplia indicada con la expresión “tribunales de vértice” – quien elija los asuntos sobre los que va a sentar jurisprudencia. En este sentido, estos órganos contribuyen a fijar la agenda pública y se erigen en actores políticos de primer orden (en el sentido técnico de la Ciencia Política). Esta constatación presenta múltiples derivadas a las que conviene prestar atención y ha generado una amplia atención bibliográfica en países con una tradición más antigua en este tipo de procesos, como es el caso de Estados Unidos, donde el sistema del certiorari se caracteriza por una discrecionalidad amplia para decidir qué asuntos se admiten o no a trámite (con la consecuencia, por otra parte, de que el número de admisiones anuales es muy reducida y los asuntos sobre los que debe pronunciarse también lo es). Y sistemas con un amplio margen de decisión existen también en países como Argentina o Brasil.
Dada la envergadura de esta función y su conexión con la teoría de la separación de poderes, existen múltiples aspectos que en cada caso requieren un análisis detallado, entre los que destacan los siguientes: 1) quién compone estos órganos y quién selecciona a sus miembros; 2) cómo se desarrolla la función encomendada y, en particular, cuáles son las normas y las convenciones desarrolladas para su aplicación; 3) qué posición institucional ocupa un órgano de estas características y cuáles son en realidad las funciones que desempeña, para preguntarse, por ejemplo, si en la práctica actúa a modo de co-legislador o co-regulador, no sólo colmando lagunas, sino optando por unas interpretaciones y desechando otras que habrían podido ser aceptadas por el legislador o la Administración Pública de haberse requerido su concreción. Todas las cuestiones se encuentran, por supuesto, interconectadas e influyen la una sobre la otra.
El órgano jurisdiccional entendido de este modo persigue velar por la aplicación de la tutela judicial efectiva, en el entendido de que la misma se presta de ordinario por jueces y tribunales infraordenados al Alto Tribunal, quien habría de ofrecer seguridad jurídica para el adecuado cumplimiento de esa función. En cualquier caso, no se trata, en primer término, de proteger una determinada situación subjetiva, sino de dictar sentencia en aquellos supuestos en que se acredite su efecto útil para esa labor de faro guía con carácter general. En este sentido, el Tribunal Supremo español, tras la reforma, refuerza su posición definida en el artículo 123 de la Constitución Española, según el cual el Tribunal Supremo es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales y expedita por supuesto la vía de recurso, en su caso, ante los tribunales supranacionales.
Un modelo de control de estas características presenta indudables ventajas y ese es el sentido último de la reforma española, pero también de la regulación de otros modelos comparados equivalentes. Sin embargo, los desafíos no son menores y conviene tenerlos presentes. Por un lado, la elevada litigiosidad requiere otros mecanismos complementarios en niveles inferiores que garanticen decisiones de calidad en tiempo útil, algo que en el ámbito contencioso-administrativo puede proporcionarse – entre otros instrumentos – a partir de un modelo dual de control, administrativo y judicial, más ambicioso y basado en ejemplos sectoriales de éxito. Por otro lado, un órgano que decide qué aspectos interpretar – y cuáles no -, así como cuál ha de ser el sentido de esa interpretación, existiendo otros posibles, en realidad se asemeja a un órgano que acompaña a otros poderes del Estado en el ejercicio de sus funciones, completándolas. Para una actividad de estas características, históricamente han existido instituciones específicas – como el Consejo de Estado español y también el francés en sus funciones consultivas – o bien mecanismos de diálogo entre instituciones. No se pretende aquí sugerir que haya que sustituir unos órganos por otros, pero sí parece que conviene reflexionar sobre la naturaleza de los tribunales de vértice – en el especial en el contencioso-administrativo – desde la óptica de la acepción clásica de la separación de poderes, dado que la realidad hoy es más sofisticada, el poder se encuentra más disperso y la relación entre todos esos polos de poder obedece a nuevos códigos que conviene dibujar.
Cita recomendada: Susana de la Sierra, “Justicia (administrativa) contemporánea, tribunales supremos y recursos extraordinarios: Reflexiones desde el derecho español”, IberICONnect, 19 de noviembre de 2021. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2021/11/justicia-administrativa-contemporanea-tribunales-supremos-y-recursos-extraordinarios-reflexiones-desde-el-derecho-espanol/
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