Vivimos un momento paradójico casi 80 años después del firme compromiso de la comunidad internacional con la justicia y la paz, los dos principios quizás más centrales de la Carta de Naciones Unidas. Por un lado, el objetivo de la paz enfrenta serias dificultades y retos con la existencia de más de 80 conflictos armados que involucran a más de 34 países. Por otro lado, el objetivo de la justicia no da tregua, pues la impunidad sigue siendo la regla y no la excepción respecto de las graves violaciones a los derechos humanos, graves infracciones al derecho internacional humanitario y crímenes internacionales a nivel mundial.
Dada la importancia de seguir luchando por alcanzar ambas aspiraciones, debemos tener mucho cuidado de no volver al desgastado dilema de tener que escoger entre la justicia y la paz. Y en esto, es muy importante no caer en los extremos sacrificando la paz en defensa de la justicia, o la justicia en nombre de la paz.
Por un lado, resulta impresentable e inviable política y jurídicamente el volver a viejas propuestas de adopción de amnistías o perdones en blanco en favor de la paz, pero que han mostrado ser sumamente inestables e inefectivas en el largo plazo, dado que ignoran una parte fundamental de la ecuación: los derechos de las víctimas, que han sido reconocidos después de legítimas luchas.
Pero, por otro lado, también resulta incomprensible y desproporcionado el volver al viejo discurso de la justicia eminentemente retributiva, que pone todas sus esperanzas en la cárcel como la mejor y única respuesta posible para enfrentar la impunidad. Esta postura resulta especialmente inadecuada en contextos de transiciones del conflicto armado a la paz, por al menos seis razones.
Primero, porque la persecución penal tradicional ha resultado ser inefectiva en la gran mayoría de las experiencias internacionales.
Segundo, porque la verdad judicial en procesos ordinarios tiene límites considerables. Pone en el centro la verdad del responsable e invisibiliza la voz de las víctimas y verdades complejas que escapan lo binario. Además, elimina cualquier tipo de incentivo para que los responsables contribuyan, por ejemplo, con la búsqueda de los desaparecidos. De ahí la importancia de generar incentivos, judiciales y extrajudiciales, y de diseñar e implementar mecanismos extrajudiciales complementarios, tales como las comisiones de la verdad.
Tercero, porque esta visión pierde de vista que la obligación de investigar, juzgar y sancionar es una de varias obligaciones internacionales del Estado tales como la de prevenir las graves violaciones a los derechos humanos, la de garantizar la no repetición de dichas violaciones, y la de mantener la seguridad. Estas obligaciones no pueden ser interpretadas de manera aislada, dado que son interdependientes y exigen ser analizadas en balance e integralmente. Por tanto, la persecución penal como fin en sí mismo, si no entra en un balance con mecanismos de prevención de las violaciones que pretende juzgar, entra en un círculo vicioso e interminable.
Cuarto, como lo han sostenido diversas organizaciones, expertos y cortes nacionales e internacionales, la obligación de investigar, juzgar y sancionar en contextos de violencia masiva lleva implícito el deber de develar estructuras criminales complejas. En contextos de transición, donde se han producido violaciones masivas, no es posible materializar este último deber sin concentrar los esfuerzos en la investigación de quienes tienen la mayor responsabilidad y crear incentivos para que la estructura de base de la organización criminal participe en los mecanismos judiciales y extrajudiciales para brindar información que contribuya a esclarecer las causas de la violencia y prevenirlas.
Quinto, el pensar en la cárcel como la única y más adecuada sanción, pierde de vista que este tipo de sanción pone demasiado énfasis en el victimario, e ignora a las víctimas y a las comunidades. Como lo hemos profundizado en otros textos, esta aproximación deja de lado oportunidades enormes de corregir relaciones de asimetría, construyendo a su vez relaciones sociales resquebrajadas; restablecer la confianza de los ciudadanos y consolidar un escenario de reconciliación que requieren esfuerzos más realistas y comprehensivos como los modelos de justicia restaurativa, mirando a los afectados por las violaciones y no solo a quien las comete. De hecho, resulta sorprendente que algunos quieran imponer la prisión perpetua como la mejor forma de luchar contra la impunidad de crímenes atroces, cuando este tipo de sanción resulta francamente incompatible con la resocialización y la reincorporación, principios reconocidos como derechos, por órganos nacionales (T- 341/19–C-080/18, Colombia) y tribunales internacionales. Por demás, se trata de una sanción en desuso incluso frente a los crímenes más graves, como lo muestra la práctica de la Corte Penal Internacional, cuyas condenas han oscilado entre 6 meses y 14 años de prisión.
Por último, si bien las amnistías en blanco en relación con la comisión de crímenes internacionales están por completo prohibidas por el derecho internacional, no debe olvidarse que el artículo 6.5 del Protocolo II a los Convenios de Ginebra establece una obligación de medio a los Estados de procurar conceder la amnistía más amplia posible al final de las hostilidades, que no tiene como fin la impunidad, sino justamente, como lo ha interpretado el CICR, la reconciliación. En ese sentido, el satanizar las amnistías sin analizarlas en conjunto con los contextos normativos de cada modelo y especialmente con las condiciones para el acceso a los beneficios y la correlación con los otros objetivos que persiguen -como la prevención de crímenes internacionales, la no repetición o la paz- y con otros mecanismos judiciales y extrajudiciales que también le apuntan a la garantía de los distintos derechos de las víctimas, resulta reduccionista.
Ahora bien, dada la incipiente pero peligrosa tendencia actual de volver a un modelo que confía ciegamente en la justicia retributiva clásica y en la visión maximalista del castigo sin consideración a los distintos contextos, el momento actual representa una oportunidad imperiosa de re-pensarse el contenido de lucha contra la impunidad en estas transiciones, y abandonar el excesivo enfoque en la justicia retributiva.
La invitación es que tribunales internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos analicen el deber de investigar, juzgar y sancionar de manera que no exista una única posibilidad (la clásica de la justicia penal ordinaria), de cumplir con este deber. Esto podría promover mejores resultados al pensarse en nuevas formas para cumplir el deber, por ejemplo, dándole más preponderancia a la investigación por patrones, al esclarecimiento de estructuras criminales complejas, a la justicia restaurativa como un complemento al componente retributivo de las sanciones, al rol de las víctimas en los procesos de adjudicación penal y a sistemas más holísticos e integrales con el complemento de mecanismos extrajudiciales. Esta, de hecho, ha sido la tendencia reiterada y consolidada por varios años de la Relatoría Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición en informes de 2020, 2017, 2014, 2013, y 2012, y como lo he dicho en otras ocasiones, también parece ser una tendencia de la Fiscalía de la Corte Penal Internacional.
Sin duda, el modelo colombiano de justicia transicional en sus primeras fases de implementación es un ejemplo importante que demuestra que formas creativas de pensar en la lucha contra la impunidad pueden lograr resultados prometedores y sin precedentes. De los siete macrocasos abiertos por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), destacaría dos avances. El Auto No. 19 de 2021 del Caso 001 “Toma de rehenes y otras privaciones graves de la libertad cometida por las FARC-EP”, en el cual la JEP determinó que: (i) las FARC-EP ejecutaron privaciones de libertad bajo determinadas prácticas y patrones de actuación; (ii) los hechos configuran crímenes internacionales y graves violaciones a derechos humanos por lo cual, no son conductas amnistiables, e (iii) los principales responsables son los miembros del antiguo Secretariado de las FARC-EP, quienes están aportando a la verdad y asumiendo responsabilidad.
Por su parte, en el Caso 003 “Asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado», la JEP determinó, por medio de los auto 125 y 128 de 2021, que podrían existir crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por comparecientes -miembros del Ejército Nacional- por su presunta participación determinante en el asesinato y desaparición forzada de por lo menos 120 personas en estado de indefensión en el Catatumbo (Norte de Santander), y de 127 personas en el norte de Cesar y el sur de La Guajira, siendo estos presentados como bajas en combate.
Estos ejemplos muestran que buscar modelos creativos que no ponen su confianza en fórmulas tradicionales que han mostrado pocos o nulos resultados en contextos en los que se cuentan por millares a las víctimas, pueden lograr resultados que no solo mejoren los niveles de brechas de impunidad, sino que, al largo plazo, puedan alcanzar escenarios de reconciliación y garantizar la no repetición de la violencia. Cerrar la puerta a estos nuevos modelos, sería perder una oportunidad de oro para lograr un verdadero balance entre esos dos principios que tanto movieron a la comunidad internacional en 1945 en San Francisco.