Para el constitucionalismo liberal clásico, la relación Estado-individuo es relativamente sencilla y responde a una dicotomía base: mientras más poder tenga el Estado, menos libre será el individuo; mientras más derechos tenga la ciudadanía, menos peligroso será el aparato gubernamental. Pero esta visión no es inherente al constitucionalismo ni constituye una verdad universal o inmutable.
Por el contrario, muchas constituciones modernas, incluyendo aquellas vigentes hoy en América Latina, retan este paradigma clásico y se plantean una visión alternativa: la posibilidad de que (1) el poder estatal funcione como un aliado de los derechos individuales y colectivos para profundizar el desarrollo social y la libertad individual, (2) los derechos también se utilicen para limitar el poder de entidades privadas, y (3) del efecto combinado entre el poder estatal y los derechos de la ciudadanía pueda surgir una energía positiva que permita una transformación social hacia nuevos horizontes de democracia, justicia y equidad.
El constitucionalismo liberal clásico nace en la era de las monarquías absolutas y el poderío de los señores feudales. Sin mecanismos democráticos para hacer frente a estas entidades, y años luz antes del nacimiento del Estado de Derecho moderno, el constitucionalismo surge como mecanismo rudimentario para limitar el poder de los gobernantes del momento (Butleritchie, 2004). Por tanto, su contenido histórico es uno de lidiar con un poder gubernamental ya existente.
De esta visión surgen dos herramientas fundamentales: (1) las limitaciones estructurales y (2) los derechos individuales. Ambas comparten un objetivo similar: controlar el poder estatal lo que, a su vez, permite el desarrollo de una ciudadanía libre. Este paradigma está presente en muchas de las constituciones decimonónicas. La Constitución de los Estados Unidos (1789-91) es posiblemente una de las manifestaciones más conocidas de este modelo: un gobierno federal con poderes limitados y sujeto a la separación de poderes, así como el reconocimiento de ciertos derechos –mayormente de naturaleza política– diseñados para proteger al individuo de los excesos gubernamentales, en caso de que las herramientas estructurales no sean suficientes.
Este modelo clásico parte de las premisas históricas que le dieron vida al constitucionalismo: el Estado como la principal fuente de opresión, la libertad individual como eje del andamiaje político y económico, y la oposición Estado-individuo como característica fundamental de la vida en sociedad (Lindsay, 2017). Eso explica, por ejemplo, por qué la mayoría –aunque no todos– de los derechos constitucionales reconocidos en la Constitución de los EEUU son de naturaleza política, vertical (aplican solamente contra el gobierno) y negativa (funcionan mediante un mecanismo de prohibiciones, pero no permiten reclamar acción afirmativa).
Fenómenos históricos posteriores –negativos y positivos–, incluyendo la revolución industrial, la profundización de una cultura democrática, las guerras mundiales, el desarrollo del imperialismo, la necesidad de la intervención estatal en la economía y la creciente brecha entre ricos y pobres, generó una nueva apreciación sobre el rol del constitucionalismo en el quehacer social. Específicamente, llevó a una nueva calibración en cuanto al rol del Estado y su relación con la ciudadanía.
En primer lugar, comenzó a resultar evidente que la economía capitalista, dejada a sus propios diseños, es incapaz de lidiar con los serios problemas estructurales y sociales que esta misma genera. Amplios sectores de la población eran víctimas del analfabetismo, la desnutrición, la explotación laboral, la carencia de vivienda digna, entre otros. La incapacidad del sistema económico –basado en la propiedad privada y en la distribución a través del mercado– de resolver adecuadamente estos retos sociales requirió la intervención estatal para, a lo mínimo, atenuar sus peores manifestaciones. En ese sentido, el Estado se transformó de una entidad vista principalmente como fuente de opresión a una potencial herramienta democrática de transformación social positiva e, incluso, de liberación individual y colectiva. Y para ello, haría falta dotar al Estado de poderes sustanciales.
En segundo lugar, y como secuela de lo anterior, se comienza a desarrollar una serie de derechos positivos y verticales –algunos de naturaleza socioeconómica–((Es importante insistir en que los derechos positivos no son sinónimos de derechos socioeconómicos y viceversa. Existen derechos positivos que no son de naturaleza socio-económica (derecho a acceder a la información pública) y derechos socio-económicos con efectos negativos (derecho a la huelga). Tampoco sería correcto plantear que todos los derechos socio-económicos operan únicamente contra el Estado, pues también podrían oponerse contra entidades privadas (derecho a condiciones laborales sanitarias). Véase Jorge M. Farinacci Fernós, Looking Beyond the Negative-Positive Rights Distinction: Analyzing Constitutional Rights According to their Nature, Effect and Reach, 41 Hastings Int’l & Comp. L. Rev. 31 (2017).)), que permiten a la ciudadanía exigir acción por parte del Estado con el objetivo de fortalecer y profundizar la libertad individual. Es decir, se amplía el ámbito de acción del Estado en pro de la libertad ciudadana.
En tercer lugar, también comenzó a notarse que el poder privado es igualmente capaz de constituir una amenaza a la libertad individual, particularmente en el ámbito económico y laboral: los monopolios, el latifundio, las grandes corporaciones, entre otros. En el diario vivir de la ciudadanía, los individuos enfrentan instancias de explotación, opresión, abuso y maltrato provenientes de entidades particulares. Por tanto, el que los derechos individuales únicamente protegieran contra el Estado resultaba insuficiente para garantizar la libertad humana. Ahora haría falta que los derechos protegieran, además, contra entidades privadas (Rivera Pérez, 2012).
De esta combinación surgió un nuevo paradigma: el Estado como posible fuente de liberación y el poder privado como potencial amenaza a la libertad individual. Esto, a su vez, requiere una reformulación de la relación Estado-individuo que ahora ve al Estado como potencial aliado del ciudadano(a) en el objetivo de profundizar la libertad humana. Esto se puede lograr de varias maneras.
Primero, dotando al Estado de mayores poderes –no para controlar a la ciudadanía– sino para llevar a cabo transformaciones sociales que fomentan la libertad y felicidad del individuo: construcción de escuelas, protección ambiental, intervención en las relaciones de explotación laboral. Es decir, se destruye la dicotomía de que, necesariamente, a mayor poder gubernamental, menor será la libertad individual. Por el contrario, surgen instancias en las que, a mayor poder gubernamental, mayor será la libertad del ser humano. La democratización del proceso político, indudablemente, contribuye a esta transformación paradigmática. Mientras un Estado autoritario es un enemigo de la libertad, un Estado democrático puede ser su aliado.
Segundo, combinando el efecto de estos poderes interventores con los derechos individuales de cada ciudadano(a). Por ejemplo, el derecho a una educación pública, gratuita y de excelencia se junta con el poder interventor del Estado para generar un sistema robusto de educación pública que permite el desarrollo individual y colectivo (Véase, e.g., Sec. 5, Art. II Const. PR). De esa forma, los derechos, más el poder estatal, crean las condiciones para la transformación social y para profundizar la libertad individual y colectiva. Como consecuencia, el poder estatal y los derechos individuales ya no se encuentran en oposición entre sí, sino que, por el contrario, se combinan armoniosamente en uno objetivo emancipador común.
Y tercero, ampliando la operación de los derechos constitucionales al ámbito privado. Esto se logra de dos maneras fundamentales: (1) extendiendo a la esfera privada la aplicación de derechos que previamente solo eran oponibles al Estado, y (2) diseñando nuevos derechos constitucionales específicamente para las relaciones entre particulares. La aplicación de la prohibición contra la discriminación en la esfera privada es un ejemplo de lo primero, mientras que la constitucionalización de importantes derechos laborales –como el salario mínimo y la sindicalización– es un ejemplo de lo segundo.
En este nuevo paradigma constitucional, los derechos individuales y los poderes gubernamentales –aunque en ocasiones, sin duda, chocaran entre ellos–, no son antagónicos categóricos. Por el contrario, estos ahora pueden interactuar de forma armoniosa para defender, fortalecer y profundizar tanto la libertad individual como el bienestar colectivo. Un ejemplo de esto podría ser la adopción de leyes que canalicen y consoliden las disposiciones constitucionales correspondientes.
La democratización del Estado pone en tela de juicio la dicotomía antagónica Estado-individuo. En una sociedad verdaderamente democrática, el individuo es, junto con sus conciudadanos, titular del Estado. Por tanto, este último se puede convertir en una herramienta de emancipación en vez de opresión. Esto se da paralelamente con el reconocimiento de que el poder privado constituye una fuente igual o, incluso, peor –al no estar sujeto al control democrático directo–, de potencial opresión.
En fin, ya es hora que dejemos al constitucionalismo liberal clásico donde debe estar: en la Historia. Corresponde continuar el desarrollo de este concepto hacia nuevos horizontes.
Cita recomendada: Jorge M. Farinacci Fernós, “El constitucionalismo moderno y el Estado” IberICONnect, 23 de febrero de 2022. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2022/02/el-constitucionalismo-moderno-y-el-estado/