El universo femenino es plural, complejo y diverso. El constitucionalismo feminista no pretende reducir todas las desigualdades y multiplicidades a una sola perspectiva, pero, independientemente de estas experiencias diversas, existe un consenso en que la carga para las mujeres es más pesada.
Las mujeres viven los efectos de la sociedad patriarcal que habitamos. El derecho es un espejo de esta sociedad y por lo tanto reproduce estereotipos y desigualdades de género. Pero el mismo derecho que oprime puede ser también un instrumento a favor de la emancipación. Por eso, el constitucionalismo feminista apuesta por usar las potentes herramientas del constitucionalismo para el avance de su promesa de igualdad.
Reconocer estas situaciones es precisamente la justificación que nos lleva a celebrar el constitucionalismo feminista en este día de lucha de las mujeres, buscando repensar el derecho a partir de una perspectiva de género, ya sea en el momento de su elaboración cuestionando la poca participación de las mujeres en el Legislativo y el impacto que las leyes causan sobre las mujeres, o bien compensando la desproporcionalidad de leyes injustas en el momento de su interpretación y aplicación por los Tribunales.
Si estás de acuerdo con la afirmación anterior, tal vez no necesites leer el presente texto hasta el final, sin embargo, te invitamos a la lectura para que podamos compartir un poco de las pautas que mueven el constitucionalismo feminista. En todo caso, el presente texto se dirige, especialmente, a aquellos (en masculino) que aún tienen dudas sobre las desigualdades de género que vivimos. De allí que destaquemos algunas razones, no exhaustivas, de por qué necesitamos celebrar el constitucionalismo feminista este 8 de marzo.
La división sexual del trabajo es una de las fuentes de violencia contra las mujeres porque demuestra las relaciones de dominación en razón de género. Con base en ella, hay funciones consideradas típicamente femeninas, remuneradas o no, como todas aquellas relacionadas a los quehaceres domésticos y los trabajos de cuidado, especialmente de niños y ancianos (a veces no percibidos socialmente como trabajo). Esta óptica inferioriza a la mujer pues, con base en ella, cabe a la mujer siempre ser en relación al otro, en una posición de servir, debiéndose a la familia e hijos o a los demás.
Un desafío inicial es reconocer esto como trabajo: cocinar, educar, cuidar, limpiar, gestionar el hogar, son trabajos no pagados e invisibilizados, extremadamente extenuantes, travestidos de mera actividad de cuidado y de afecto, que nos han impuesto como obligaciones naturales de las mujeres y que muchos consideran dadas.
De ahí se derivan efectos nefastos tanto en la esfera pública como en la privada – y es imprescindible percibir estos dos campos como interconectados. En el ámbito público, incluso habiendo ingresado en el mercado de trabajo, y en muchos casos estando más calificadas que los pares varones, las mujeres siguen recibiendo menos por el mismo trabajo y funciones. Otra consecuencia de esto es que las mujeres son la mayoría de la mano de obra en el mercado informal; lo que en momentos económicos recesivos como la pandemia, agudiza aún más las desigualdades. Tales desigualdades acaban por impactar también en las estadísticas relacionadas a la Seguridad Social: las mujeres reciben jubilaciones menores (o nulas) y un gran porcentaje solo consiguen jubilarse por edad, ya que las tareas de cuidado de los hijos las sacan del mercado de trabajo, afectando sus contribuciones.
En la arena privada, el ingreso en el mercado de trabajo no implicó una redistribución igualitaria de los quehaceres domésticos; las mujeres se dedican más a las tareas domésticas que los hombres y, a veces, ejercen doble o triple jornada de trabajo, además de la carga mental incrementada y el nulo tiempo de ocio. En la división sexual del trabajo, las múltiples jornadas se asientan sobre los hombros femeninos.
La perversidad aquí se acentúa por la cuestión de la dependencia económica: la distribución desigual de las tareas domésticas hace que las mujeres, si bien trabajan más, sean más pobres y permanezcan, en general, dependientes económicamente de hombres.
Esta dependencia es a menudo en sí misma una fuente de violencia o incluso una explicación de por qué muchas mujeres se someten a relaciones agresivas. La endemia de la violencia doméstica es un dato significativo de la violación de los derechos de las mujeres. En los momentos de precariedad económica e inhabilidad social, la violencia de género en el ambiente doméstico adquiere contornos aún más dramáticos. La convivencia forzada con agresores, por un lado, y la dificultad de acceder a los servicios y muchas veces, la demora o precariedad de la respuesta oficial por el otro, generan un aumento de la violencia, en especial en su cara más nefasta que es la violencia física y sexual.
Por último, para aquellos que aún no se han convencido, el argumento definitivo de la desigualdad: las mujeres no somos dueñas de nuestros propios cuerpos. Es inconcebible que todavía perpetuemos jurídicamente la ausencia de reconocimiento de la autonomía sobre nuestros propios cuerpos y la capacidad de decidir sobre la maternidad, o no. El derecho a la autonomía reproductiva necesita de debates racionales en el espacio público, que trasciendan las disputas religiosas y que equiparen a hombres y mujeres en su igual libertad.
Todo esto nos demuestra cómo la sociedad y el derecho, a partir de la división sexual del trabajo y de la artificial dicotomía pública y privada, normalizan y legitiman la perpetuación de este sistema patriarcal, que solo se podrá desmantelar mediante un constitucionalismo feminista.