En una entrada previa analizamos la problemática que en el marco del nacimiento del constitucionalismo latinoamericano tuvo lugar frente a las demandas de igualdad racial, así como la forma en la que las mismas fueron silenciadas bajo el argumento de una presunta “guerra de razas” considerada aún peor que las propias guerras independistas. La negación de la problemática racial en los esfuerzos orientados a la consolidación de una sociedad demoliberal en América Latina logró avanzar a partir de la creación de nuevos imaginarios colectivos asociados con la idea de “democracia mestiza”, la cual ha servido de base para la tesis que entiende a Latinoamérica como una región “inocente racialmente”.
Si bien los procesos independentistas trajeron consigo la abolición de las leyes coloniales de castas, estableciendo, vía decreto, la igualdad racial de todos los ciudadanos libres, lo anterior fue posible gracias a la narrativa del proyecto de nación que entraba a fortalecer la idea de fraternidad y armonía entre todos los ciudadanos vinculados a esta. Sin embargo, estas transformaciones tuvieron un reducido impacto real en la manera en la que se experimentaban las relaciones sociales durante los primeros años de la república. La igualdad legal no eliminó el racismo estructural que se expresaba en distintas formas de discriminación racial, muy por el contrario, la retórica igualitaria fue aprovechada, en no pocos casos, para traer a las poblaciones negras a combatir en guerras civiles a lo largo del siglo XIX. Siguiendo a Marixa Lasso podemos afirmar que este discurso nacionalista de la armonía racial posibilitó a las élites el sostenimiento de patrones informales de discriminación.
En ese orden de ideas, la narrativa de la democracia racial fue la construcción hegemónica de las elites latinoamericanas en su proceso de definir mitos que permitieran el control poblacional en los territorios libres. En este proceso el discurso jurídico-constitucional jugó un papel clave en la estrategia de naturalización de ciertas conductas y prácticas recurrentes de discriminación racial en la región, manteniendo así, por una parte, un Estado-Nación soportado en una normativa igualitaria y, en la práctica, un Estado-Nación soportado en procesos de subordinación racial y jerarquización de origen colonial.
El mito de la armonía racial, al igual que todos los mitos nacionalistas, demanda símbolos que logren movilizar la devoción, con capacidad de generar un sentido de unidad e identidad colectiva. Esos símbolos, que cautivaron por vez primera la imaginación de los patriotas criollos fueron los debates constitucionales de Cádiz de 1810-1812, ya que en estos se vinculó la armonía racial al nacionalismo insurgente, otorgándole así poder emocional (Lasso, 2013). El uso político del discurso constitucional como símbolo de superación de antagonismos sociales, posibilitó un tipo de gestión ideológica de la economía emocional de sujetos que, a pesar de su subalternización, debían –por razones de militares, productivas, entre otras- ser incluidos al interior del proceso de construcción colectiva de la nación. Todo esto ha servido de base para la negación del racismo en América Latina y para considerar, por lo tanto, como ilegítimas las medidas especialmente dirigidas a la población afrodescendiente. Esta tendencia poco a poco ha ido cediendo ante las actividades de denuncia y crítica lideradas por diferentes movimientos sociales, a partir de la segunda mitad del siglo XX y en adelante.
Para la profesora Tanya Katerí Hernández, “la fuerza de la negación del racismo es tan fuerte en Latinoamérica que incluso la expresión generalizada y la divulgación del discurso racista se considera irrelevante. Sin embargo, la palabra “negro” se considera generalmente despectiva porque se ha estereotipado a las personas de ascendencia africana y se hace referencia a ellas como si fueran criminales congénitos, tuvieran un intelecto inferior y una naturaleza sexual incontenible y fueran animalescos”. Dichas conductas generalizadas parecen contradecir lo que también es un hecho, Latinoamérica tiene aproximadamente 150 millones de personas de ascendencia africana, lo cual representa cerca de un tercio de la población total. Adicionalmente es precisamente este sector poblacional el que constituye el 40% de los pobres de la región, y es permanente víctima de marginamiento y de actos denigrantes. Sin embargo, según una encuesta realizada por la BBC en el año 2005 donde se les consultó por la existencia del racismo, una cantidad importante de elles negaron enfáticamente su existencia.
En un estudio realizado por George Reid Andrews se demuestra, a partir de un conjunto de encuestas realizadas en la región, que los estereotipos raciales contra las personas negras se extienden por toda la sociedad y siguen inalterados desde la esclavitud. Adicionalmente se demuestra que dichos prejuicios están presentes tanto en clases populares como en las élites sociales. Lo anterior pone en evidencia el grado de afianzamiento del racismo estructural al interior de los procesos sociales que inciden en la definición de identidades y en la estructuración de los lazos sociales.
Así vemos de qué manera las dos dimensiones anteriormente explicitadas se articulan. Por una parte, la marginalización diferenciada de las comunidades negras que hacen que las mismas padezcan de forma desproporcionada la ausencia de garantías sociales, políticas y económicas en comparación con otros sectores sociales. Por la otra, la naturalización de prejuicios e imaginarios abiertamente racistas en la región. Esta sumatoria, permite concluir que las promesas constitucionales de igualdad racial no han sido suficientes para la transformación cualitativa de las condiciones de vida y dignidad de las comunidades afrodescendientes en América Latina.
Estudios sobre los indicadores de goce efectivo de derechos, acceso a los servicios públicos, formalización laboral, residencia en sitios de desarrollo urbanístico, acceso y garantía a derechos a la salud y la educación, conectividad, entre otros aspectos, ponen en evidencia una desproporción en la falta de estas garantías hacia la población afrodescendiente frente al grado en que son satisfechas a otros sectores sociales. Lo anterior refuta la idea culturalmente arraigada según la cual el factor racial es irrelevante en relación al acceso y goce de los derechos fundamentales de las poblaciones en América Latina.
Siguiendo a Tanya Katerí Hernandez podemos afirmar que las élites latinoamericanas han caído indolentemente en la práctica de presentar a Latinoamérica como superior moralmente a Estados Unidos debido a la ausencia de una segregación ordenada por el Estado y, supuestamente, de todo indicador de discriminación racial. No obstante, el legado del derecho consuetudinario de regulación de la raza que se creó en Latinoamérica tras la emancipación ha marginado social y económicamente a los afrodescendientes. Esta es una matriz que continúa incólume a lo largo de los siglos del constitucionalismo latinoamericano. Si bien existen en la actualidad experiencias que movilizan el sentido constitucional hacia nuevas lógicas raciales, las materializaciones de estas esperanzas demandan tiempo para evaluar su plena efectividad. En una próxima entrega analizaremos puntualmente algunas de estas medidas constitucionales gestionadas a partir de movimientos sociales y procesos políticos que, partiendo del reconocimiento multicultural, han logrado avanzar hacia procesos interculturales y plurinacionales en América Latina.
Cita recomendada: Daniel E. Florez-Muñoz, «Pieles negras, constituciones blancas I: Notas para una teoría crítica constitucional», IberICONnect, 6 de diciembre de 2021. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2022/03/pieles-negras-constituciones-blancas-ii-mitos-de-democracia-racial-en-america-latina/