Garza Onofre, Juan Jesús (2022) «Entre abogados te veas». Aproximación multidisciplinaria en trono a la abogacía y análisis iusfilosófico sobre su proyección en la teoría del derecho contemporánea. Universidad Nacional Autónoma de México
Quiero tocar solo dos temas de entre tantos que aborda esta investigación multidisciplinaria: la catadura moral a que somete a la abogacía y el papel que cumple el abogado entre las instancias judiciales y sus clientes. Voy a plantearle, además, un par de preguntas cuya respuesta estoy seguro habrá de interesarles, como joven público.
Los diccionarios definen abogado como “Licenciado en Derecho que ofrece profesionalmente asesoramiento jurídico y que ejerce la defensa de las partes en los procesos jurisdiccionales o administrativos”, pero también como “Persona habladora, enredadora o parlanchina” (aclaro: al hablar de abogado o abogada hay que dejar fuera a todo aquel que se dedica a destinos profesionales como el notariado, la judicatura, la administración o la diplomacia).
Entre ambos extremos —uno meramente descriptivo y otro ¿también?— Garza Onofre traza una línea en la que encuentra cinco segmentos: hay abogados inconscientes, inmorales, amorales, moralistas y activistas morales.
El primero —el inconsciente— es la persona que va de aquí para allá, corre todo el día, no para, recibe a un cliente y acepta su caso o de plano se niega a asesorarlo aun si no lo entiende, redacta una demanda con más desatino que acierto, asiste a una audiencia tal vez sin prepararse aunque sin darse cuenta de su falencia, contacta a su contrario y propone o rechaza un acuerdo conciliatorio sin alcanzar a ver la trascendencia de sus términos, presenta una promoción u olvida hacerlo o finge haberlo olvidado, y en todo momento ignora, porque no ve, que en todo ello hubo decisiones morales, que cada acto u omisión tuvo un trasfondo ético; es mediocre sin saberlo. Si acaso, es un cándido, un ingenuo moral, que cuelga en su oficina el decálogo de Couture y hasta allí.
El segundo —el inmoral— es un lobo a sabiendas. Cito a Garza Onofre:
Crear expectativas respecto al resultado favorable de un juicio, interponer recursos con el fin de alargar de forma innecesaria un determinado proceso, ofrecer pruebas falsas, engañar y mentir a clientes, dar dádivas o sobornos a funcionarios judiciales, desatender un asunto, manipular y distorsionar argumentos a conveniencia con el fin de confundir, aprovecharse del secreto profesional, planear estrategias fiscales para evadir impuestos, defender ciegamente a alguien que se ha declarado culpable de cometer un delito grave, o utilizar contactos para influir sobre una decisión, etcétera.
Éste ha optado, en su fuero interno, por un cauce moral: su beneficio propio a costa de los demás: el de su cliente, el de su contrario, el del juez, el de la jurisprudencia, el de la ley… Todos, entiende, están a su servicio. Es un cínico moral: leamos lo que Lamar, abogado mentor del protagonista de la novela La firma, dice a su pupilo:
La profesión te va amoldando. En la facultad de derecho tenías una noble idea sobre la función del abogado, como paladín de los derechos individuales, defensor de la Constitución, protector del oprimido, sostenedor de los principios del cliente… Pero después de seis meses de práctica te das cuenta de que no somos más que mercenarios. Portavoces de alquiler al mejor postor, a disposición de todo el mundo, de cualquier estafador, cualquier tramposo con suficiente dinero para pagar nuestras desorbitadas tarifas. Nada te conmueve. Se supone que la nuestra es una profesión honorable, pero conocerás a tantos abogados corruptos que llegarás a sentir deseos de abandonarla para buscar un trabajo honrado. Sí, Mitch, te convertirás en un cínico.
El abogado amoral parte de una premisa: todo aquello que no está prohibido, está permitido. No infringe la ley: la usa, la exprime, la extiende hasta donde es posible, pero sin romperla ni torcerla. No busca su propio bien para complacer a su egoísmo; busca el bien de las causas que defiende, pero se aprovecha de todo aquello que puede ser aprovechado en beneficio de esa causa: si la ley permite interponer un recurso y su interposición le hará ganar tiempo para su cliente, aun a sabiendas de que el recurso es improcedente, lo hará: no violenta ninguna ley. Su causa es su cliente; el derecho es el instrumento para complacerlo. Recuerdo una serie reciente, The Undoing, en la escena en que el padre de la protagonista —Donald Sutherland y Nicole Kidman, respectivamente— le dice: “Los abogados son como los mecánicos. Están allí para resolverte un problema”.
El abogado moralista conviene con el amoral, hasta cierto grado. Sí, busca el beneficio de la causa que representa y usa los insumos que le da el derecho hasta donde es posible, pero entiende que, aún sin infringir las leyes, hay acciones que no pueden ser cometidas sin culpa, que son en sí inmorales, y decide abstenerse de incurrir en ellas. Discurren como Duncan Kennedy: “si los abogados consideran que el resultado de la victoria de su cliente, tras pensarlo mucho, podría llegar a ser algo negativo o socialmente desafortunado, entonces deberían negarse a participar a pesar del hecho de que el cliente pagara y de que los abogados no estarían haciendo nada que pudiera resultar ni siquiera remotamente violatorio de los cánones de la ética profesional”. Transcribo aquí un pasaje de Hart que aparece en el libro de Tito:
Me causa disgusto, por no decir náuseas, la idea de volver al litigio. Mis principales objeciones son (a) el carácter profundamente anti-social o, al menos, a-social de mi trabajo legal (evasión de impuestos y similares); (b) la antipatía que me provocan otros abogados, jueces, empleados judiciales, procuradores (procuradores jurídicos –o monde inmonde [oh mundo inmundo ], y, en general, la mentalidad jurídica en todas sus estrechas, superficiales, y reaccionarias manifestaciones; (c) el error que me causa la falta de honradez dentro del mundillo legal, donde abogados se enriquecen alegremente. Me refiero también a los presidentes de las empresas, las casas emisoras, los procuradores cuyo esfuerzo dependerá del costo-beneficio que implique el caso, las concesiones deshonestas (y los concesionarios); (d) la probabilidad de que el volumen de mi trabajo relegue cualquier otro interés intelectual, reduciendo su comprensión y corrompiendo mi vida; (e) la convicción de que al final de una vida como abogado, independientemente de mi éxito o fracaso, será incapaz de mirar atrás sin disgusto.
En su versión más extrema, como vemos, el moralista es capaz de abandonar la profesión…
El abogado activista moral, “atrincherado en los linderos valorativos del derecho y la profesión, antepone sus propios valores frente a cualquier circunstancia. Para estas alturas de la categorización, el trasunto moral se encuentra totalmente distorsionado y difuminado entre un conjunto de creencias personales y obsesiones individuales que no tienen algún límite”. Es el fanático, el extremista… No imagina ni crea; profana y sabotea: el que aboga por los populistas es un buen ejemplo y, ay, un ejemplo de nuestros días —la imagen que circuló de Rudolph Giuliani, con el rostro desencajado, los ojos fuera de órbita, el tinte del cabello escurriéndole en la cara mientras hablaba de conspiraciones contra su cliente, Trump, es una muestra.
Hasta aquí la clasificación propuesta por Garza Onofre.
Lo que nos presenta, si bien lo vemos, es una taxonomía basada en la moralidad individual, en la escogencia de cada uno de nosotros sobre el modelo que mejor se adecua a nuestro temperamento y formación, a nuestra idiosincrasia y a nuestros valores. No es, propiamente, una moralidad de la profesión en cuanto tal.
En algún momento, nuestro autor asevera que los abogados son “administradores primarios del Estado de derecho, el punto de contacto entre el ciudadano y su sistema legal”. ¿Pero son eso, una categoría diferente a la del juez y el ciudadano, o más bien son igualmente ciudadanos? Porque si en vez de hablar del abogado inconsciente, inmoral, amoral, moralista y activista moral hablásemos del ciudadano, no creo que hubiese muchas diferencias.
A mí, por ello, me parece que la mejor forma de explicar la catadura moral del abogado es la noción del “hombre malo” que propuso Oliver Wendell Holmes hace ya muchos ayeres, y a cuya explicación Garza Onofre dedica algunas páginas: para comprender bien a bien el fenómeno jurídico, hemos de pensar en que los destinatarios del poder del Estado, los ciudadanos, se comportan de tal manera que buscan no ser sancionados a la par que consiguen la satisfacción de sus fines, cualesquiera que sean éstos, y usan las normas y las instituciones como herramientas. Yo, como juez, ni aprecio más al moralista o al activista moral ni desprecio al inconsciente ni al amoral ni al inmoral. Comprendo que son ciudadanos y que sus fines pueden no comulgar con el bien común… Ah, pero eso sí: dentro del proceso exijo juego limpio. A esto resumo la vida moral del abogado.
Esto me lleva a plantear mi primera pregunta para Tito: ¿qué puede decirnos sobre la moralidad de la profesión en cuanto tal?
Las escuelas de derecho, al publicitar sus servicios a sus futuros alumnos y alumnas, no mencionan nunca la posibilidad de que, después de los cuatro o cinco años que supondrá permanecer en sus aulas, algunos de los egresados se convertirán en prevaricadores, cómplices de felonías o artífices de estafas y otros delitos o inmoralidades, o que sin caer tan bajo, sin llegar a tanta ruindad, que es igualmente dable que la dinámica del ejercicio profesional —en un país de tan pobre cultura de la legalidad— los obligará a pelear, así sea una única vez, por causas injustas, de las que no podrán escapar.
Pese a esa omisión de las escuelas, una vez puestos a estudiar la carrera, alumnos y alumnas empiezan a advertir que en su ejercicio profesional, una vez titulados, correrán el riesgo de trabajar por causas innobles: encuentran ejemplo tras ejemplo en los despachos donde prestan sus servicios, en los juzgados donde hacen las veces de meritorios, en las notarías que los aceptan como pasantes, en las burocracias que los acogieron, porque allí conviven con algunos abogados, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, que no resultan ejemplos de virtud.
¿Esta constatación sobre las posibilidades innobles de la abogacía nos debe prevenir a dedicarnos a otra cosa una vez recibidos? ¿Ese joven, esa muchacha que ahora mismo egresan de las escuelas de derecho, harán bien en apartarse del ejercicio profesional, dada la evidencia de que en algún momento, tarde o temprano, se verán constreñidos por las circunstancias, por el contexto, por un contrato mal habido, por una ley injusta, por un precedente equivocado, a pelear por una causa espuria?
En suma, Tito: ¿hay razones morales que justifican la decisión de tantos y tantas de estudiar derecho, de querer engrosar las filas de los abogados? ¿O todos tendrían que concluir como Hart en el pasaje que hemos visto? Tenemos hoy un público de jóvenes que, estoy cierto, querrían oír esa respuesta.
Paso a otro tema.
De un tiempo a esta parte, se ha hablado de sentencias ciudadanas, de sentencias en formato de lectura fácil, de que es obligación de los agentes del Estado emplear un lenguaje llano y claro en la redacción de los documentos que contienen mandatos o permisos dirigidos a los individuos, y que éstos tienen el “derecho” a resoluciones “comprensibles”.
Si damos crédito a la afirmación de Garza Onofre, el abogado es “el punto de contacto entre el ciudadano y su sistema legal”. Explica: “Son ellos”, los abogados, “quienes tendrán que presentar de la mejor manera posible las pretensiones deseadas para que los jueces tomen la mejor decisión posible, teniendo que traducir lo que se quiere que suceda en sus mejores términos”, porque son “traductores, igualadores de sus clientes”.
Pero ese camino no es de una sola vía, sino de doble, pues así como el abogado reconduce las pretensiones del cliente al lenguaje del derecho, cuando el derecho “habla” en sentencias y resoluciones, el abogado, en el lenguaje de su cliente, le expresa y clarifica a qué fue condenado o por qué su contrario resultó absuelto.
Tito: ¿acaso con esas “sentencias ciudadanas” y de “formato en lectura fácil” no se le está robando su papel, se le está suplantando, porque la misión del abogado, su función profesional, es precisamente la de ser el traductor de su cliente, su facilitador para la comprensión del lenguaje jurídico, el mediador entre los galimatías del derecho y su representado?
Para explicar la versatilidad del abogado, Tito comienza su libro apelando a la figura de Proteo, el dios de las mil formas, porque “cambia de rol de forma incesante, defendiendo muchas veces a los ángeles y otras tantas a los demonios, conociendo los intersticios de las estructuras jurídicas, pero igualmente conservando sus más íntimos secretos para poder continuar con sus actividades”.
¿Estamos, Tito, en un momento crucial y peligroso en la vida de esta profesión, en la que ha dejado de cumplir su función de traducir la sintaxis oscura del Estado —la ley, la sentencia, el acto administrativo— al lenguaje del individuo de a pie? ¿Es un Proteo que ha quedado atorado a la mitad de una transformación sin posibilidad de completar su ciclo? ¿Qué hay que hacer para remediarlo, en su caso? Esta es mi segunda pregunta.
Qué buen libro es el que presentamos ahora, y lo es porque provoca. Los conmino a leerlo: ayudará a sus conciencias, a saberse abogados, a entender sus funciones, a conocer sus límites, a medir sus fuerzas.