Supongo que a todas y a todos nos sorprendió la noticia de la que se hicieron eco los medios el pasado 20 de mayo: Los familiares de los cinco menores de edad, de entre 15 y 17 años, acusados por presuntamente haber abusado sexualmente de dos niñas en Burjassot (Valencia, España), recibieron a los jóvenes entre aplausos, al grito de “son unos guerreros, eso es lo que son”, cuando salieron a la calle después de que el juez hubiera acordado libertad vigilada con alejamiento. Una noticia que se suma a la larga lista de ejemplos que en los últimos años nos muestran cómo están aumentado las violencias machistas entre los más jóvenes, muy especialmente las de tipo sexual. Al tiempo, asistimos a una expansión entre ellos de discursos reaccionarios y posiciones que van desde negar la violencia de género, a proclamar que los hombres somos discriminados por el ordenamiento jurídico, pasando por la evidente demonización del feminismo y las feministas, tal y como se evidencia en unas redes sociales en las que este movimiento reactivo está encontrando un lugar privilegiado de difusión. Todo ello, no nos está sorprendiendo a quienes habitualmente tenemos la oportunidad de trabajar con chicos y chicas adolescentes. En los últimos años estamos constatando cómo, al igual que ocurre en sectores amplios de la población adulta, buena parte de los y las más jóvenes, porque también ellas reproducen comportamientos negativos, han ido haciendo suyos buena parte de los argumentos que la extrema derecha usa como dique de contención frente al avance del feminismo.

Ante esta alarmante realidad, y ante los evidentes riesgos de retroceso que en materia de derechos humanos, y muy especialmente en igualdad de mujeres y hombres, sufren países democráticos como España, quizás no nos quede otra salida que reafirmar el papel central de la educación para la ciudadanía. De ahí que estemos no solo ante uno de los derechos sociales fundamentales, sino también ante un auténtico derecho político, en cuanto que es la pieza clave en el sostenimiento de los valores constitucionales y para la consecución de una sociedad inclusiva. Es decir, de una sociedad en la que convivan pacíficamente la libertad, la igualdad y el pluralismo. Y en la que, además, la educación pública funcione como mecanismo garante, no ya solo de la igualdad de oportunidades, que puede caer en el riesgo de fomentar una perversa meritocracia, sino de las posibilidades de que cada individuo pueda desarrollar libremente su personalidad, sus capacidades y pueda conquistar, al fin, la capacidad de autodeterminación que nos convierte en seres autónomos. Una autonomía que, no lo olvidemos, y aquí de nuevo la educación juega un papel central, es siempre relacional y ha de construirse sobre la lógica de nuestra humana interdependencia (¿Identidad o autonomía?. La autonomía relacional como pilar de la ciudadanía democrática). Esta idea está presente en el programa transformador que en nuestra Constitución representa el art. 27.2, leído en conjunción con los dos apartados del art. 10 CE, y que, frente a los dilemas que en los últimos años se han planteado con la libertad de enseñanza, deben prevalecer frente a cualquier otro tipo de alegaciones basadas en el derecho de los padres y las madres a educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones. De ahí, por ejemplo, el sinsentido de la objeción de conciencia planteada en su día ante la Educación para la ciudadanía, el no reconocimiento del denominado homescholling, o la que debería ser respuesta frente a los intentos limitadores del art. 27 que plantea el denominado “pin parental”.

Por supuesto que en las últimas décadas, y pese a los vaivenes políticos a los que ha estado sometido el sistema educativo en nuestro país, se ha avanzado en materia de coeducación y de incorporación de la lógica de la igualdad en las escuelas. Una conquista que no siempre ha sido lineal ni progresiva ya que ha dependido del color político gobernante y, además, de las variables territoriales. Lo que no podemos negar es que se ha ido consolidando, de la mano muy especialmente de voluntaristas profesionales, y hablo en femenino porque la mayoría han sido educadoras, una completa suma de materiales, actividades y propuestas. Eso sí, no siempre incorporadas como núcleo troncal de la enseñanza, ni valoradas como se merece por la Administración educativa, ni por supuesto impulsadas por unos padres y unas madres que en gran medida hemos ido reduciendo a la mínima nuestra responsabilidad en enseñar a nuestros hijos e hijas cómo ser buenos y buenas ciudadanas. Es decir, en lo que tiene que ver con una ética sin la que la vida en común corre el riesgo de convertirse en una suma de identidades narcisistas y egocéntricas. Este panorama ha encontrado en las tecnologías y en las redes sociales un aliado perfecto para la mala educación. Si a todo ello añadimos que cualquier propuesta relacionada con el derecho a la educación requiere de un compromiso presupuestario firme y continuado, además de con unos y unas profesionales no solo formadas sino también sensibilizadas con los objetivos del art. 27.2 CE, tenemos la suma perfecta de condicionantes para que, en estos momentos de crisis y miedos, los argumentos más antidemocráticos encuentren un campo abonado en adolescentes desubicados y siempre necesitados de admirar a héroes.

Ante los avances de la extrema derecha y de los populismos emocionales, ante el papel tan negativo de desinformación y alimento de la ira que juegan las redes sociales, y ante las respuestas punitivistas que me temo no son la solución, no cabe otra receta que una “buena” educación. En la que se incorpore, al fin, como núcleo central y no como mera sucesión interrumpida de actividades marginales, todo lo relativo a la educación en y para la igualdad, a la incorporación de las virtudes cívicas como referencia central para quienes en unos años ejercerán plenamente la ciudadanía, a la gestión pacífica de los conflictos o la asunción de la empatía y el reconocimiento del otro y de la otra como fundamento último de la con-vivencia. Urge, ante la evidencia dramática de los datos y los avisos de tantos estudios recientes, trabajar con los chicos y las chicas cuestiones como todo lo relativo a los afectos y la sexualidad, además de desmontar, en el caso de ellos, un mandato de masculinidad que privilegia las lógicas del dominio y la violencia. Mucho me temo que en los últimos años se ha insistido en otros referentes para las niñas, pero hemos dejado sin abordar qué ocurre con los varones y cómo les mostramos otros ejemplos, otros caminos, otras herramientas con las que, además, ellos acabarán siendo seres humanos completos y no los ilusos autosuficientes que siempre nos hemos creído ser. Y todo ello exige que la memoria, la autoridad intelectual de las mujeres y el proyecto civilizatorio alternativo que representa el feminismo, se incorporen de una vez por todas a los saberes y a la ciencia. Capaces al fin, mujeres y hombres, en cuanto sujetos equivalentes, de asumir que todas y todos formamos parte de eso que Marina Garcés denomina “escuela de aprendices” (Marina Garcés, Escuela de aprendices )  Conscientes de que la igualdad siempre está por realizar y de que no basta con publicar en el BOE leyes con larguísimos preámbulos dotados de buenas intenciones.


Cita recomendada: Octavio Salazar Benítez, «La urgencia de educar para la igualdad», IberICONnect, 7 de julio de 2022. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2022/07/la-urgencia-de-educar-para-la-igualdad/

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