En mi anterior publicación, referente al caso de Sandra Pavez c. Chile (2022), critiqué el actuar reprochable de los jueces Pérez Manrique y Odio Benito, que a través de sus expresiones públicas habrían violado el debido proceso en el caso, infringiendo su deber de imparcialidad, lo que debía ser solucionado antes de la dictación de la sentencia definitiva, so riesgo de incurrir en un vicio grave de validez. En el ínterin desde su envío a publicación, la Corte Interamericana dictó su sentencia definitiva del caso, sin remediar el agravio y en la que (siguiendo su abrumadora tendencia), encontró al Estado internacionalmente responsable.
Ya han surgido algunos primeros comentarios críticos sobre la decisión del caso, uno de los cuáles ha sido publicado también en IberICONnect. Participo del juicio crítico hacia la decisión de la corte, aunque por razones distintas de las que otros han esgrimido.
En mis próximas dos publicaciones pretendo elaborar los motivos que tengo para criticar lo que me parece ser una decisión infundada –y por ello, arbitraria– de la corte interamericana. En esta primera parte me enfocaré en presentar los hechos centrales del caso, y mostrar al lector el quiebre que supone la decisión del caso Pavez con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y de los Estados de la región americana que han lidiado con este asunto, sin que la corte cumpliera con argumentar cómo justifica unas conclusiones que la ponen a las antípodas del resto del mundo.
Hechos del caso y postura de las partes
A modo de introducción, y como constata la Corte en relación con los hechos del caso, Sandra Pavez es una profesional docente que trabajó hasta su jubilación en un colegio público (esto es, administrado y financiado por el Estado). Hasta 2007, la peticionaria impartía clases de religión confesional católica en la escuela Cardenal Samoré de San Bernardo, Chile.
Bajo la normativa chilena –adoptada por el Estado argumentando el asegurar el derecho de los padres a que sus hijos reciban educación religiosa acorde con sus convicciones y la autonomía de las comunidades de fe, conforme a las exigencias de la Convención Americana sobre Derechos Humanos–, las autoridades religiosas de las comunidades de fe están llamadas a certificar la idoneidad de los profesores que imparten las clases de religión confesional. En el caso chileno, son 16 las religiones que se han acreditado para impartir clases de religión en las escuelas.
El vicario para la educación de la Diócesis de San Bernardo revocó el certificado de idoneidad de la Sra. Pavez, luego de que se tomara conocimiento de que ella mantenía una relación de pareja con una mujer, cuestión que para la fe católica y su doctrina configura un estado persistente y público de pecado que denota la falta de idoneidad personal para educar en la fe. Así, la profesora Pavez no podía enseñar la fe católica en la escuela. Ello no trajo como consecuencia su despido, y de hecho siguió trabajando en otra posición docente de forma ininterrumpida hasta el año 2020, con una mejora salarial, e idénticos beneficios.
La Comisión y representantes de la Sra. Pavez alegaron que la normativa chilena que regula las clases de religión y reconoce la potestad de agrupaciones religiosas para certificar idoneidad era en sí mismo contraria a la Convención, además de violar los derechos a la igualdad y no discriminación, vida privada, trabajo y acceso igualitario a la función pública.
El Estado chileno defendió que su normativa interna reconoce y permite la actualización de los derechos protegidos por la libertad de religión, garantizando que padres y estudiantes reciban una educación religiosa acorde con sus convicciones, y que las comunidades religiosas de las cuales ellos hacen parte elijan con libertad quiénes son aptos para enseñar su fe. La negativa de las autoridades religiosas a reconocer la idoneidad para impartir clase de religión católica, y la aceptación de dicha decisión por parte del Estado –que no la volvió a asignar en dicha función–, no habría afectado el contenido de los derechos invocados por la profesora. Pero incluso si se admitiera en gracia de discusión que los afectaba, las consecuencias jurídicas civiles de la pérdida de un certificado de idoneidad (esto es, la medida adoptada, de acuerdo con la regulación del Estado), superarían con creces un examen de proporcionalidad, incluso estricto. En concreto, la revocación del certificado de idoneidad tiene como única consecuencia jurídica la incapacidad de impartir la clase de religión, pero no inhabilita al profesor para el desempeño laboral como docente en general; no configura una causal legal de despido de los profesores; y no incidió en las condiciones laborales de la Sra. Pavez.
Aislacionismo atípico en torno al contenido protegido de la libertad y autonomía religiosa
Si hay algo que atraviesa esta sentencia es su falta de densidad argumentativa en los puntos jurídicos centrales y determinantes para la definición del caso. Esta observación no es exclusivamente mía, sino que también compartida por el juez Sierra Porto, que de forma directa acusa una “omisión de fundamentación…evidente”, al menos respecto de la determinación de vulneración del derecho al trabajo, en la modalidad de “menoscabo de la vocación” (“voto concurrente”, § 9). Pero Sierra Porto se queda corto en la crítica, como veremos, y sus falencias implican para nosotros que, más allá de decidir en forma vinculante para Chile el caso concreto, la argumentación defectuosa debiera ser tenida a la vista como factor de distinción por otros tomadores de decisiones que se enfrenten a casos semejantes en el futuro, sea desde la misma Corte o bien en los tribunales nacionales.
Al tratarse del primer caso real de libertad religiosa que llegaba a la Corte Interamericana, era de esperarse que ella dedicara un esfuerzo importante en concebir y delimitar el contenido y alcances de la libertad de religión, en un contexto en el que existe una vasta jurisprudencia tanto nacional como internacional que ha delineado el ámbito de protección de tal libertad. Así, la decisión de apartarse de lo que es un consenso internacional y comparado en la materia –construido sobre iguales normas de reconocimiento del derecho, e idéntica interpretación y aplicación en controversias jurídicas– exigía un trabajo argumentativo que la Corte no da.
La Corte aborda el contenido de la libertad de religión en forma dispersa a lo largo de la sentencia, lo que dificulta su lectura. Dedica una primera parte, en la sección de consideraciones generales (§73 a 84) a la garantía del derecho a la educación religiosa, tanto para los padres como para los niños. Luego, vuelve a retomar el asunto a propósito de su examinación del Decreto N. 924 de 1983, que contiene la regulación sobre las clases de religión en establecimientos educacionales (§94 a 97). En este punto ella declara que el reconocimiento del Estado a que las autoridades religiosas seleccionen1 a los profesores de religión bajo un régimen como el chileno es legítimo a la luz de la Convención Americana. Y finaliza con una tercera incursión en su contenido, pero esta vez para puntualizar que, a su entender, el que las instituciones religiosas puedan determinar si un profesor de religión es o no idóneo para enseñar la fe no es “una facultad inherente contemplada en el derecho internacional” (§113 y 115). En esta línea, la Corte afirma que “las clases de religión católica como parte de un plan de educación pública, en establecimientos educativos públicos, financiados por fondos públicos, no se encuentran dentro de los ámbitos de libertad religiosa que deben estar libres de toda injerencia del Estado puesto que no están claramente relacionados con las creencias religiosas o la vida organizativa de las comunidades” (§129, el destacado es nuestro). Como dijimos, acá la Corte debe algunas explicaciones.
Ante todo, porque como le hizo ver el Estado (así como también los peritos Carozza y Robbers, quienes fueron llamados ex oficio por la Corte para declarar sobre la libertad de religión y autonomía), nadie distinto a la Corte duda de que el derecho internacional de los derechos humanos protege la elección de los maestros religiosos, ni se ha tenido la osadía de afirmar un postulado tan evidentemente contradictorio como que las clases de religión confesional no tienen clara relación con las creencias religiosas.
El Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha dictaminado que el artículo 18 del PIDCP protege la enseñanza de la religión y los actos que son parte integrante de ella, “como ocurre con la libertad de escoger a sus… maestros [teachers]”. El mismo Comité había resuelto un caso análogo al de Pavez –Delgado Páez vs. Colombia– absolviendo de reproche el que el Estado respete la decisión de las comunidades religiosas sobre quién puede enseñar religión y la forma en que ha de impartirse aquella enseñanza.
A su vez, la Corte Europea de Derechos Humanos ha sido enfática –afirmando este punto de manera unánime por la Gran Sala– en proteger este derecho a determinar con libertad quien es apto para enseñar religión y moral2, entendiendo que los maestros de religión representan a sus comunidades de fe3, en servicio a sus mismos fieles, incluso en el contexto de las escuelas públicas donde enseñan la religión. Y la misma conclusión se encuentra también en las decisiones de los tribunales superiores de Trinidad y Tobago, Canadá, Brasil, Estados Unidos, Colombia y Chile. Entonces, la pregunta que le cabía a la Corte IDH es: ¿En qué se equivocaron todos estos órganos jurisdiccionales o monitores de tratados, justificando la conclusión contraria de que tal determinación no tiene protección bajo el derecho internacional de los derechos humanos? No hay siquiera un intento de respuesta de parte de la Corte; sólo su dictum.
Alguien podría objetar al punto que acabamos de marcar, por ejemplo, que la Convención Americana sobre Derechos Humanos es distinta en su texto al PIDCP o a la Convención Europea de Derechos Humanos, o bien que no sería pertinente importar los razonamientos de otros organismos en torno a sus tratados específicos. Pero la práctica asentada de la Corte refuta esas objeciones. Es al menos conveniente (y sospechoso), que una Corte que se ha caracterizado por esta manera de proceder en el pasado, hoy en cambio (y para este caso) se decida por actuar con un sentido de recato y mirada completamente aislacionista del resto del mundo.
En efecto, la Corte ha sido proclive a encontrar un contenido implícito de los derechos, ampliando el ámbito de protección más allá del texto (como al reconocer un “derecho a enterrar a los muertos”). Sin ir más lejos, hace esto incluso en esta sentencia, al considerar que lo que se vulneró para la Sra. Pavez fue su “vocación docente” (§140, y volveremos sobre este punto). ¿Por qué negar esta forma de razonar para la libertad religiosa? ¿Por qué tomar la posición más restrictiva frente a una libertad explícitamente garantizada que, en cambio, debiera ser interpretada en forma expansiva, de conformidad con el principio pro homine que la Corte blande siempre con entusiasmo? Nada se dice al respecto.
Y en lo referente a la relevancia de las decisiones de otros organismos, difícil defender que una Corte que ha llamado a profundizar en el diálogo jurisprudencial con otros tribunales, acá en cambio ignora por completo lo que otros tienen que decir en la materia. Ello se contrapone, por nombrar solo un ejemplo paradigmático, a la sentencia de Artavia Murillo c. Costa Rica (2012), en que la Corte explícitamente basó su decisión en el razonamiento de otros tribunales. Además, en aquel reiteraba su posición –la que en lo personal rechazamos– de que al interpretar el tratado no sólo se han de tomar en cuenta los acuerdo e instrumentos formalmente relacionados con aquel, “sino también el sistema dentro del cual se inscribe, esto es, el derecho internacional de los derechos humanos”, entendiendo que esta rama del derecho es un todo unificado. Así, ha considerado pertinente interpretar y resolver a la luz, por ejemplo, del sistema universal, europeo y africano de derechos humanos. ¿Por qué este caso es distinto? No se esboza una respuesta. Es notorio en cambio que esta sentencia está absolutamente desprovista de toda referencia a la jurisprudencia europea, universal, o regional, en circunstancias de que ésta fue invocada profusamente por el Estado, los peritos y los múltiples informes de amicus curiae.
En síntesis, la sentencia Pavez constituye un ejercicio argumental insatisfactorio en que la Corte no explica cómo llega a sus conclusiones sobre el ámbito de protección del derecho que analiza. La deficiencia llega al punto de caer en la incoherencia interna, pues si en un inicio niega que sea una facultad inherente de las instituciones religiosas el decidir la idoneidad de sus maestros –como ya se vio–, finaliza señalando que “esas facultades […] derivan directamente del derecho a la libertad religiosa” (§130, el destacado es propio); agregando que deben adecuarse a los otros derechos y obligaciones vigentes en materia de igualdad.
¿Qué significa que un derecho deba adecuarse a los derechos y obligaciones en materia de igualdad? ¿En qué sentido un derecho tiene que adecuarse a otro derecho? ¿Se subordina un derecho a otro? ¿Está acá la Corte afirmando la superioridad de la igualdad y no discriminación por sobre otras libertades? ¿Fundada en qué? Una vez más, no se desarrolla la idea.
En el mejor de los casos, podemos entender que esa adecuación se refiere a que ningún derecho es absoluto, y que el ejercicio de uno puede incidir en el goce del derecho de otro, al punto de configurarse una violación. Esta ha sido su jurisprudencia. Pero en el caso de la igualdad y no discriminación, lo que determina que un trato determinado constituya una violación del derecho a la igualdad pasa de manera necesaria por determinar –y así lo ha dicho la Corte, incluso en esta sentencia– si es que dicha conducta supera el examen de proporcionalidad estricta. Malamente podría entonces aceptarse la insinuación de la Corte de que sea necesaria una especie de subordinación de la libertad de religión a la igualdad y no discriminación (§130), pues además ello implicaría la introducción de una jerarquía de derechos inexistente e inaceptable. Así, ante el reconocimiento explícito de que la normativa chilena no establece en sí discriminaciones directas o indirectas (§97), la cuestión se desplaza al examen de proporcionalidad sobre el trato concreto en el caso, sin que la sola presencia de la categoría protegida sea suficiente para concluir la configuración de discriminación.
Sobre este punto profundizaré en la siguiente entrega.
Cita recomendada: Tomás Henríquez C., «Comentario crítico a la sentencia Pavez: una decisión que destaca por sus evidentes omisiones (parte 1)», IberICONnect, 3 de agosto de 2022. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2022/08/comentario-critico-a-la-sentencia-pavez-una-decision-que-destaca-por-sus-evidentes-omisiones-parte-1/
- No se puede dejar de notar que el uso de este término denota la incomprensión de la Corte del derecho chileno, expuesto por lo demás en la audiencia pública, pues no hay tal selección como decisión de contratación, sino una mera habilitación para ser designado al cumplimiento de esa función concreta.
[↩]
- TEDH, caso Fernández Martínez v. España, Gran Sala, §127-130 del voto de mayoría; §20 y 24 del voto de minoría, que recoge la opinión de todos los jueces en disenso. [↩]
- TEDH, Fernández Martínez v. España, Gran Sala, §133-134, y §30 del voto de minoría; Travas v. Croacia, §93; Obst v. Alemania, 2010; Siebenhaar v. Alemania, 2011.; Schüth v. Alemania, 2012. [↩]