En la primera parte de este artículo afirmábamos que el intento fallido de golpe de Estado de Pedro Castillo había traído una serie de consecuencias políticas que se enmarcaban en un proceso de debilitamiento de la democracia peruana: tanto por su incapacidad de ampliar la representación política a muchos ciudadanos -un gobierno pero sobre todo un congreso cuestionado y con imposibilidad de llevar un adelanto de elecciones por sus intereses privados- y grupos sociales que se sientes excluidos de la toma de decisiones; y por su incapacidad de resolver problemas de inequidad y de acceso a derechos para todos los ciudadanos.
Sin embargo, un elemento que caracteriza este debilitamiento de la democracia peruana está asociado a la emergencia de un pensamiento populista conservador, el cual se viene extendiendo a diversos grupos sociales, movilizando actores violentistas, y legitimando decisiones públicas que se convierten en una regresión de derechos humanos, de participación ciudadana o de mecanismos de rendición de cuentas entre los distintos poderes del Estado. Es más, la apariencia de un gobierno cívico militar que emergía frente a las protestas ciudadanas que han cobrado más de cincuenta muertos, es prueba de violación de derechos humanos y la emergencia de un régimen hibrido entre instituciones democráticas sobrevivientes y visos de un autoritarismo creciente, legitimado por este pensamiento conservador.
En ese sentido, hemos pasado de la incertidumbre a la violencia política en estos últimos meses. Y pese al apaciguamiento de las últimas semanas y el asentarse del nuevo de gobierno de Boluarte, ya podemos encontrar lo que serían los nuevos cambios en la convivencia política y las reglas del juego (cooptación de los organismos constitucionalmente autónomos y la ineficacia de los mecanismos de rendición de cuentas), un populismo conservador que incrementará el riesgo de la eficacia distributiva y el cercenamiento de libertades individuales.
Este populismo anti-derechos se viene expresando en una verticalidad de las decisiones públicas y en la movilización de grupos sociales, económicos y políticos que ensalzan una narrativa supuestamente desarrollista, pero que tan solo persiguen usar el bien común en beneficio propio, en detrimento no solo del ciudadano de a pie sino de todos nosotros. Por cierto, esto no es algo nuevo en el Perú, pero si lo es la confluencia de políticos, medios de comunicación y grupos movilizados usando la descalificación y la diatriba como formas de “dialogo político”; ciertamente son grupos más diversificados socialmente e incluso utilizan la violencia urbana con la complicidad de las autoridades. Si se criticaba que las protestas ciudadanas y de izquierda invadían el espacio público, pues la derecha y estos grupos radicales han llegado a la violación de domicilio y de la integridad física de quienes son sus víctimas, como son funcionarios de organismos electorales.
Otro elemento de contexto del populismo anti derechos es que la sociedad está sumamente fragmentada, pues los intereses sociales están atomizados y representados en miles de movimientos, actores políticos, en cientos de lideres locales que no pueden llegar a cooperar. En ese marco, y desde el 2016 -producto del rechazo de Keiko Fujimori a reconocer al ganador de las elecciones presidenciales PPK- el populismo conservador promueve un agresivo proceso de deslegitimación del otro, un rechazo a todo tipo de compromiso social, de trabajar por el bien común, incluyendo al adversario que ha terminado por calificarlo de “terrorista”, y por otro lado, “facho”. Parece ser el imperio de las parcialidades. Este síndrome del adversario/enemigo al que tengo que destruir, contrayéndose sus propios conceptos de comunidades excluyentes, y que no permite llegar a acuerdos para el mejor manejo del Estado es un problema que se acrecienta. No importan los viejos o nuevos clivajes, la desconfianza no permitiría reunir a todos los actores en post de un mejor manejo de lo público, por ejemplo.
Un elemento ejemplificador de este populismo conservador será la reforma legal de la legislación de los derechos humanos, pero también de la legislación ambiental. Producto de la recesión económica del 2013, la recuperación económica post pandemia y la post crisis política 2022, se vuelve armar una nueva agenda que afecta derechos y el medio ambiente, pero viejo en propuestas de restringir mecanismos de gobernanza como la participación y reducir estándares ambientales y sociales para la licencia ambiental. El debate congresal para delegar facultades para la reactivación económica, la ley forestal o ley de protección de pueblos indígenas en aislamiento no es para proteger a los bosques o derechos, sino para aprobar la licencia ambiental rápidamente -en el supuesto de beneficiar a la comunidad política, reduciendo la responsabilidad de las empresas en ello-, aumentando los riesgos de sus impactos, trasladando el costo de su mitigación a todos los peruanos, a los futuros peruanos.
Este populismo conservador afirma que las reglas ambientales son opresivas y que no permiten el desarrollo. Se utiliza la narrativa de proteger la libertad empresarial -ahora la de cualquier ciudadano- para arropar el interés económico de unos pocos -incluso de actores ilegales-, y violentar la libertad de otros -p.e. comunidades indígenas o pescadores del litoral afectados por contaminación petrolera-. La libertad se convierte en un capricho, en una carta en blanco para no afectar la naturaleza, sin ninguna consecuencia. Este populismo conservador podría llegar al escenario a decir que, por el bien de todos, podemos seguir aumentando el riesgo y contaminar el mar de Grau o la Amazonia Peruana, porque el tan ansiado desarrollo económico llega de la mano con los costos “asumibles” de los proyectos extractivos, sin necesidad de asumir su mitigación, pues detienen el crecimiento de toda la comunidad política. Sin licencia ambiental o asumir la responsabilidad por daño ambiental, la culpa no la tiene nadie, sino los anti desarrollistas, seguramente, pero al final lo seremos todos y la pagaremos todos con nuestros impuestos.
Las características de esta narrativa anti derechos es supuestamente privilegiar la mejor distribución de los recursos para llegar a todos. Las instituciones del bien común expresadas en la legislación ambiental han sido criticadas por un lado de ser débiles y por otro lado por ser obstruccionistas de las inversiones. Ciertamente ese es un problema de muchas de las inversiones que el Perú ha promovido, pues Lima, las elites o simplemente la corrupción han sido un limitante para un buen ejercicio del bien común ambiental, frente a la historia repetitiva del beneficio de unos pocos. Es más, se pone en la picota a la sociedad civil organizada, ONGs o movimientos sociales, como si fueran los azuzadores de las protestas que nunca terminan por responder por sus faltas políticas, poniendo a todos en el mismo saco. Pero muchas veces los verdaderos responsables usan todas las herramientas políticas y legales que su posición de privilegio les detenta, para evitar las sanciones que les correspondería.
Ahora bien, es cierto que debe haber reformas políticas en la toma de decisiones para fortalecer la gobernanza y mejoras legales para la regulación ambiental en el Perú. Es cierto que en las últimas dos décadas tuvo sus tropiezos, pero finalmente se basó en construir reglas y en un Estado que requiriera una implementación de estas obligaciones con la idea de adecuar la inversión a la sostenibilidad y vencer la desconfianza hacia el mercado por parte de las comunidades que muchas veces han sufrido estos impactos ambientales. Muy alejados estaban esos objetivos con recomponer los vínculos sociales y las relaciones con la naturaleza, mínimamente respondían en tan solo asegurar que avancen las inversiones, con el cumplimiento mínimo de la regulación ambiental.
Si el populismo conservador se centrara en el bien común, promovería el orden del territorio y de otros instrumentos que impulsen la protección y uso del bien común ambiental, nuestros recursos naturales. En vez de ello, moldean un bien común subyugado a intereses privados, a los intereses de facción que no terminan por asegurar el beneficio de todos. Y si la impronta del populismo conservador se acrecienta, tampoco tendría que asegurar esta obligación de subsumirse al bien común, ya que tienen su propio entendimiento de quienes son ciudadanos, quienes son soberanos, quienes son “el pueblo”, es decir, una gran “familia” previamente estructurada de arriba hacia abajo, del miedo y a violencia, y que asientan el reparto natural de los poderes, desde adentro, excluyendo a los de afuera, expresando un odio discriminador permanentemente y pretende que la maltrecha libertad y el paraguas del interés general sea usado para su propia facción.
El Perú es una democracia desgastada y amenazada, aún sin tutelajes. Y volver a retornar el cauce democrático parece muy complicado en el corto plazo, puesto todo hace ver que entramos a un ciclo político que tomará su tiempo en ajustarse a criterios de gobernanza, de instituciones democráticas y consensos políticos. Lo que queda claro es que la agenda de derechos humanos y de gobernanza sigue más vigente que nunca, esta vez, más allá del Estado, desde la propia sociedad.
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