El 25 de marzo de 1911 casi 200 mujeres -la mayoría migrantes y jóvenes- que trabajaban como costureras en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist Factory en la Greenwich Village de Nueva York contaban los minutos para que terminara su ardua jornada. Alrededor de las 4:45 de la tarde se alarmaron al ver columnas de humo que obscurecían el recinto. No había manera de escapar. Los transeúntes notaron desde afuera cómo se desataba el caos al interior de la fábrica y observaron enormes trozos de tela caer desde las ventanas del décimo piso. Primero pensaron que los dueños de la fábrica estaban salvando el inventario, después se percataron con horror de que estos no eran trozos de tela, sino los cuerpos de las costureras que se arrojaron al vacío para no morir consumidas por las llamas. En este incendio perdieron la vida 123 mujeres. Esta tragedia hizo que se resaltara en el debate público la apremiante necesidad de implementar condiciones laborales seguras y la importancia de los sindicatos.
Paralelamente, a finales del S. XIX e inicios del S. XX líderes del movimiento comunista o anarquista como Alexandra Kollontai, Clara Zetkin y Emma Goldman centraron buena parte de sus esfuerzos en la promoción de los derechos de las mujeres trabajadoras. Fue así como en 1910 Clara Zetkin propuso la creación de un Día Internacional de la Mujer, sin definir una fecha precisa para ello. Posteriormente, en 1975 la Organización de las Naciones Unidas comenzó a conmemorar el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer. Desde entonces y hasta ahora, millones de mujeres alrededor del mundo salen a las calles en ese día para unir sus voces en una demanda en común: la reivindicación de sus derechos humanos.
Uno de los principales motores detrás de toda lucha inspirada en la justicia social ha sido precisamente la movilización popular de mujeres. Sin embargo, manifestarse en el espacio público para denunciar injusticias y exigir cambios no es una tarea sencilla ya que implica una transgresión a la división de esferas tradicional que relega a las mujeres al ámbito doméstico.
Históricamente, las mujeres que protestan han sido consideradas revoltosas que tienen que ser domadas y resignarse a su suerte. Esta intransigencia no podría ser desafiada de algún otro modo que no fuera con ferocidad. Por ello, el uso de estrategias drásticas que no se estimarían propias del “recato femenino” ha sido muchas veces necesario. Por mencionar algunos ejemplos, las sufragistas frecuentemente utilizaron explosivos y misiles en sus campañas y el Frente Único Pro Derechos de la Mujer inclusive amenazó al Presidente Lázaro Cárdenas con quemar Palacio Nacional si no se reconocían los derechos políticos de las mexicanas.
A pesar de haber sido el detonante para incontables logros en materia de derechos humanos, actualmente persiste una fuerte estigmatización en contra de las protestas feministas. En México, la indignación social parece enfocarse únicamente en los daños patrimoniales o los esporádicos actos de violencia que llegan a ocurrir durante las manifestaciones en vez de centrarse en los reclamos de las mujeres y niñas. Para ilustrar este punto, podemos recordar que en agosto de 2019 se convocó a una marcha en la CDMX por la falta de respuesta de las autoridades ante la violación de una adolescente que fue perpetrada por policías en la delegación de Azcapotzalco. A pesar de lo atroz y alarmante de este hecho, al día siguiente la atención de la mayoría de los medios de comunicación y distintas figuras públicas se enfrascó en los actos de “vandalismo” ocurridos durante la manifestación en el Ángel de la Independencia y otros inmuebles.
Ahora bien, según datos recientes del INEGI, el 70.1% de mujeres en México ha experimentado al menos un incidente de violencia a lo largo de su vida. Asimismo, cabe mencionar que penosamente nuestro país ocupa el segundo lugar en América Latina y el Caribe en cantidad de feminicidios y transfeminicidios así como el primer lugar mundial por casos de abuso sexual infantil. Sin embargo, parece que en el orden de prioridades sociales va primero la pulcritud de las paredes y los vidrios que la integridad de las mujeres y niñas.
Así, en el discurso social, las protestas feministas se reducen a un disturbio, por lo tanto sus participantes son objeto de varias formas de represión. Según un informe de Amnistía Internacional, en distintas ciudades de México las autoridades recurren al uso excesivo e innecesario de la fuerza, detenciones arbitrarias e inclusive violencia sexual como respuesta a las manifestaciones feministas. Igualmente, en el contexto de protestas y manifestaciones es frecuente observar el uso de estereotipos de género que refuerzan la noción de que el papel de la mujer se relega a la familia y a la procreación, por ejemplo: “Las niñas buenas no protestan” o “Las defensoras de derechos humanos no cuidan a sus familias.”
Otro estereotipo recurrente sucede cuando las autoridades asumen automáticamente que las mujeres que tienen cubierto el rostro o se visten de negro son sospechosas de haber cometido un delito. Sin embargo, en su Observación General Núm. 37, el Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas apuntó que el hecho de que las personas participantes en una reunión se cubran la cara puede formar parte del elemento expresivo de una reunión pacífica o que también puede servir para evitar represalias o proteger la intimidad.
Por otro lado, la amenaza cotidiana de acoso y violencia sexual que enfrentan las mujeres, niñas y adolescentes en la esfera pública puede exacerbarse en contextos de protestas y manifestaciones. Esto, porque tienen más probabilidades que los hombres de sufrir violencia sexual si son detenidas por la policía, sobre todo en escenarios de represión por disidencia política. En el Caso Mujeres Víctimas de Tortura Sexual en Atenco vs. México, la Corte Interamericana de Derechos Humanos expresó particular preocupación respecto al hecho de que la violencia sexual que aconteció en este escenario fue utilizada como una táctica o estrategia de control social represivo de la protesta. Lo anterior, dado que ésta fue ejercida en público a manera de espectáculo y forma de intimidación para los demás detenidos, quienes fueron forzados a escuchar y en algunos casos a ver lo que pasaba en el cuerpo de las mujeres.
Las mujeres y niñas que salen a manifestarse lo hacen al amparo de diversos derechos consagrados en nuestra Constitución General y en instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos tales como el derecho a la participación en la vida pública y política, el derecho a la libertad de expresión, el derecho a la libertad de reunión pacífica, el derecho a la libertad de asociación, el derecho a la privacidad y el derecho a una vida libre de discriminación y violencia, entre otros.
De estos derechos se desprenden diversas obligaciones estatales, tales como abstenerse de obstaculizar la protesta social, proteger a las mujeres de amenazas y ataques por parte de quienes busquen impedir el ejercicio de sus derechos a la reunión pacífica y expresión así como el deber de adoptar todas las medidas necesarias para que las manifestaciones puedan desenvolverse libremente y en un entorno seguro.
Entonces, la protesta feminista debe ser resignificada socialmente como un ejercicio válido de derechos, que además es indispensable para el sostenimiento de la vida democrática de un país. Esto ha sido reconocido por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en su resolución del Amparo Directo en Revisión 8287/2018. En este precedente la Primera Sala dejó entrever la importancia y legitimidad de las manifestaciones de mujeres o grupos feministas al señalar que:
“[A]nte la falta de mecanismos y procesos eficaces para denunciar un hecho de abuso sexual, es la vía pública el único foro disponible para que la presunta víctima pueda hacer valer sus manifestaciones y defensas, lo que además cobra relevancia en tanto la democracia exige un alto grado de tolerancia al pluralismo y a la manifestación social pública, precisamente porque el uso y/o apropiación del espacio público es el cauce (y muchas veces el único) en que las personas pueden expresar y dar a conocer más eficazmente al resto de la población o a las propias autoridades sus ideas, pensamientos, inconformidades, molestias o reclamos.”
El ejercicio amplio y sin restricciones del derecho a la protesta de las mujeres y niñas es necesario para incentivar su participación en la denuncia de abusos y en la búsqueda de mejores soluciones que resultarán en un mayor grado de respeto y garantía de todos sus derechos humanos. No hay que olvidar que el silencio es el mejor cómplice para perpetuar la desigualdad de género.
Las mujeres tienen una larga historia de activismo que a menudo se basa en sus propias experiencias como supervivientes de violencia. Es indiscutible que los movimientos populares de mujeres han desempeñado un papel crucial para la promoción de la democracia y el respeto a los derechos humanos de todas las personas. Tampoco podemos ignorar todas las voces que los feminismos suman y amplifican en una exigencia por un futuro más justo e igualitario. Lo que nos demuestran diversos movimientos como el Nosotras Paramos, #MeToo, Marea Verde, Ni Una Menos, entre otros, es que sí es posible hacer una revolución y cambiar al mundo.
Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven.