Luego de la consagración mundialista del equipo argentino de fútbol se viralizaron los videos del periodista deportivo, Jorge D’Alessandro, en los que ensaya una enérgica defensa de la forma de juego de ese equipo. Más allá de la ocurrencia de sus expresiones (“el pivot no existe más, el 4-3-2-1 fuera, Brasil con Casemiro, fuera, España juega con carrozas en el medio, fuera”), el planteo se destacaba por la precisión de su diagnóstico. D’Alessandro estaba convencido que el triunfo argentino era la resultante de una novedosa estrategia de juego, basada en un despliegue de transiciones rápidas en el medio campo, ejecutado por jugadores jóvenes sin posiciones fijas.
El nuevo gobierno parecería empecinado en desarrollar una estrategia similar para implementar un ambicioso proyecto de desregulación económica. A través del dictado de un DNU monumental y de la presentación de una “Ley Ómnibus” que pretendía ser aprobada a libro cerrado, se intenta modificar de un plumazo más de 1000 artículos, incluyendo una de las “vacas sagradas” de nuestro ordenamiento; el Código Civil y Comercial de la Nación. Sucede que las reglas de juego del fútbol y las de la política difieren, por lo menos, en el marco de una democracia constitucional.
En estos sistemas, no cualquier estrategia de juego es aceptable sino sólo aquellas que se ajusten a los procedimientos, reglas de competencia y derechos que contemplan las constituciones. Todo proyecto de reforma debe tener en cuenta ese combo de reglas y principios si no quiere fracasar en el intento o quedar enfrascada en el debate judicial sobre su constitucionalidad. De modo que un modelo constitucional presenta una naturaleza conservadora o aversiva a los cambios abruptos. Generalmente, se requiere de tiempo, negociaciones y consensos para lograr la adhesión del resto de los actores políticos, especialmente, cuando no se dispone de mayorías parlamentarias como le sucede a este gobierno. Por supuesto, tampoco las constituciones son “pactos suicidas” (expresión popularizada por un magistrado del máximo tribunal estadounidense). Prevén herramientas de excepción para enfrentar situaciones de emergencia que permitan acotar o sortear parte de esos procedimientos o limitar algunos de esos derechos.
Justamente sobre estas facultades de excepción se monta gran parte del ambicioso proyecto del PEN. No es que ningún Presidente lo haya intentado antes (tenemos una larga tradición en ello) o que los cambios sean completamente ajenos a nuestra historia (los proyectos tienen una fuerte reminiscencia a las reformas implementadas por el menemismo). Sin embargo, ninguno ha planteado un ejercicio tan amplio de estas facultades como lo ha propuesto el nuevo gobierno, incluyendo en la mentada “situación de emergencia” un sinnúmero de reformas y potestades que, a primera vista, no parecerían revestir urgencia o, al menos, merecerían una profunda discusión al respecto.
Para defender esta polémica estrategia, el Procurador del Tesoro de la Nación, Dr. Rodolfo Barra, ha ensayado una particular interpretación constitucional sobre el alcance de las facultades de emergencia (llamémosla “doctrina Barra”). Acorde al Procurador, nuestra Constitución confiere plena discrecionalidad a los órganos políticos (en particular, al Presidente de la Nación) para determinar cuándo o bajo qué condiciones se encuentran reunidos los recaudos normativos que configuran la emergencia. Es decir, emergencia es aquello que éstos órganos juzguen como tal. Como contrapartida, el Poder Judicial se encontraría impedido de evaluarlo.
Si bien la “doctrina Barra” ha recibido múltiples críticas tanto por su falta de apego al texto constitucional como por su autoritarismo, lo cierto es que, si uno repasa la doctrina de nuestra Corte Suprema Justicia de la Nación (CSJN) en materia de emergencia pública durante la década de los ’90, encontrará importantes puntos de contacto. Nuestro tribunal supremo desarrolló una postura sumamente deferente hacia los órganos políticos, evitando pronunciarse sobre las condiciones de cumplimiento de los requisitos constitucionales de la urgencia o la emergencia. Su determinación pasó a formar parte de aquellas cuestiones políticas que se consideran “no justiciables” o, materias que, como parece reclamar el Dr. Barra, quedan fuera de la esfera de competencia o conocimiento de los tribunales.
El problema es que la interpretación constitucional del tribunal supremo cambió. Frente a nuestra tendencia por vivir en un estado de emergencia permanente, el abuso que los órganos políticos han hecho de estos institutos de excepción o su incapacidad para propiciar una práctica que permitiera su autorregulación, desde hace más de veinte años, la CSJN comenzó a fijar límites más precisos para el ejercicio de las facultades de emergencia. Si bien ello está lejos de constituir una panacea y, desde ya, no ha impedido situaciones de abuso, la doctrina del máximo tribunal, tantas veces errante o contradictoria, en esta materia ha sido muy consistente.
Los cambios trascienden la postura del máximo tribunal. También recaen sobre otros aspectos igual o más relevantes que han fortalecido el rol de los tribunales como agencias de contrapoder. Por un lado, a través de las acciones colectivas, se ha amplificado tanto los sujetos legitimados para accionar contra esas decisiones como el alcance de las sentencias. Dicho instituto, si bien se encuentra regulado constitucionalmente desde 1994, recién ha tenido importante recepción en los últimos quince años (CSJN, “Halabi”, 24.02.09; Ac. 32/14, Ac. 12/16). Por el otro, a través de las medidas cautelares (medidas de carácter provisorio para garantizar el resultado del proceso), se ha modificado la velocidad con la que los tribunales dictan decisiones que pueden tener impacto institucional en este tipo de conflictos. Hoy pueden suspender normas o parte de ellas sin arribar a una decisión de fondo, aun cuando, se ha intentado morigerar esta facultad a través de la sanción de la ley 26.854.
A diferencia de entonces, hoy los tribunales son actores mucho más determinantes a la hora de evaluar las políticas tomadas en el marco del estado de emergencia. No es casual que en los últimos años asistamos a frecuentes choques entre el Poder Judicial y los gobiernos de turno en torno a estas decisiones como lo acredita la política tarifaria de Mauricio Macri (CSJN, “Centro de Estudios para Promoción de la Igualdad y la Solidaridad” del 18.08.16) o de cierre de escuelas de Alberto Fernández durante la pandemia (CSJN, “GCBA c/ Estado Nacional” del 04.05.21). Por ello, independientemente de toda objeción teórica, por encima de todo, la “doctrina Barra” fallaría por una razón más elemental; su anacronismo. Dicha doctrina no estaría reconstruyendo en forma adecuada el esquema de reglas en el cual nos encontramos inmersos. Más bien parecería describir un mundo jurídico que ya no existe.
Las consecuencias de ello, están a la vista. Tramos importantes del DNU han sido suspendidos cautelarmente por distintos tribunales y, hasta ahora, tampoco, ha tenido éxito la estrategia del gobierno de concentrar todas las acciones contra esa norma en un solo juzgado. Si bien esas decisiones judiciales no están firmes y, por lo tanto, como lo ha señalado el Presidente, el partido no ha terminado, el pronóstico no es alentador. Prueba de ello, ha sido la decisión de incluir el DNU como parte de la “Ley Ómnibus”, contradiciendo su estrategia inicial. Esa ley también parece encontrar importante resistencia, forzando al gobierno a ingresar en un esquema de negociaciones fragmentadas que, a toda costa, habría intentado evitar.
Quizás, al final, la estrategia “de transiciones rápidas” del gobierno logre su cometido. En ese caso, será revolucionaria por mucho más que su contenido. Habrá cambiado nuestra práctica constitucional.
Cita recomendada: Jonás Elfman, «Emergencia pública y anacronismo constitucional. Una combinación de riesgo», IberICONnect, 8 de febrero de 2024. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/2024/02/emergencia-publica-y-anacronismo-constitucional-una-combinacion-de-riesgo/
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