Los profesores de teoría constitucional generalmente abordamos en clase la clasificación ontológica de Loeweinstein (1983, pp. 216-222), según la cual la constitución será normativa, nominal o semántica de acuerdo con su observancia en la comunidad política. La constitución es normativa si sus preceptos regulan efectivamente el proceso político, es decir, si rige la actividad de las autoridades que ejercen el poder y de sus destinatarios. La constitución nominal, por su parte, contiene preceptos que no se cumplen, ya que, por las condiciones sociales y políticas, no existen posibilidades para su aplicación, de manera que las normas constitucionales no se integran a la vida política. Finalmente, las constituciones semánticas son un disfraz constitucional, en tanto son aplicadas para mantener, incluso para eternizar, cierto poder político.
Dos acontecimientos recientes me llevaron a recordar a Loewenstein. Por una parte, el lanzamiento del libro “Las promesas incumplidas del constitucionalismo latinoamericano”, en el cual escribí el capítulo “La esperanza ¿vacía? de las sentencias estructurales en América Latina” y, por otra parte, el XIX Conversatorio celebrado por la Jurisdicción Constitucional de Colombia en la ciudad de Manizales, que tuvo como título “Promesas y garantías: un constitucionalismo vivo”.
Varias preguntas surgen cuando se relaciona la clasificación de Loewenstein con los títulos del libro y del evento mencionados. Por ejemplo, ¿Cuánto tiempo hay que darle a una constitución nominal para que se convierta en normativa? Y, una vez que llega a ser una constitución normativa, ¿no deberíamos pensar en un nuevo horizonte al cual aspirar como sociedad?, es decir, ¿qué hacer cuando las promesas constitucionales de cambio social, finalmente se cumplen? O, más bien, para situarnos en nuestra realidad latinoamericana, ¿qué hacer si esas promesas no se cumplen, o solo se cumplen parcialmente?
Incluso, valdría la pena hacernos algunas preguntas previas, ¿una constitución hace promesas? ¿Las hacen los tribunales constitucionales? ¿A quién les exigimos que se cumplan? Mauricio García Villegas indicó, hace más de 30 años, en su conocido texto La eficacia simbólica del derecho (2014, p. 91) que “es muy común que las constituciones latinoamericanas contengan un catálogo de ilusiones acerca de la sociedad mejor y más justa, que se quiere en el futuro”. Ilusiones que, para este autor, funcionan más como símbolos políticos para compensar la inacción de los gobiernos, que como verdaderas normas jurídicas.
Entonces, ¿será que nuestras constituciones están condenadas a ser nominales? En el reciente conversatorio de la Corte Constitucional, el profesor García Villegas, invitado a un panel sobre derecho ambiental, señaló lo siguiente: “hace 30 años escribí un libro que se ocupa del derecho como esperanza o del derecho como ilusión, no como una realidad (…) El derecho al medio ambiente es en buena parte un derecho simbólico (…) muy bonito, muy esperanzador seguramente, pero no es derecho, son textos que solamente se quedan en palabras”. A renglón seguido, el profesor sostuvo: “el dilema en el cual estamos consiste en cómo convertir ese derecho simbólico, o esas palabras esperanzadoras, que son meros textos, en derecho, es decir, en derecho con dientes, en derecho que no sean normas de papel, en derecho con herramientas”.
Lo cierto es que buena parte del contenido de las cartas constitucionales en América Latina es nominal, pero otra parte es normativa, o está en camino de serlo, por lo que quisiera entender este catálogo de ilusiones de un modo más optimista. Por supuesto que son palabras, pero palabras provistas de fuerza, no solo simbólica, sino también material o instrumental. Si las normas o las sentencias progresistas, que tanto celebramos en la región, se quedan en el papel, entonces tendríamos que analizar qué está fallando en cada caso, ya sea en su diseño, o en su ejecución.
Por ejemplo, en lo que se refiere a las sentencias estructurales, tema que investigo, hay problemas, tanto en el diseño de las órdenes judiciales -que a veces resultan imposibles de cumplir para sus destinatarios-, como problemas de voluntad política, de presupuesto, de mal diseño de las políticas públicas, o de coordinación institucional, entre otros. Por ello, habría que explorar en qué fallan las instituciones que las deben implementar, qué está pasando con los órganos de control que las deben monitorear e, incluso, qué podrían hacer las organizaciones sociales, la academia o los medios de comunicación para impulsar su cumplimiento.
Los dientes del derecho provienen de su naturaleza, pero también de su respaldo social e institucional. Por eso me resisto a creer que las promesas constitucionales que, en esencia, son normas jurídicas, no tengan potencial transformador. Como sostuvo el magistrado José Fernando Reyes, presidente de la Corte Constitucional colombiana, en el referido evento en Manizales: “las sentencias son algo más que un documento normativo”; no cabe duda de su amplio impacto social y político, de su incidencia en la opinión pública, de su trascendencia académica nacional e internacional y, en general, de lo que se ha conocido como los efectos simbólicos de la jurisprudencia constitucional.
Sin embargo, las sentencias son, ante todo, eso: sentencias, con órdenes que deben acatarse y cuyo incumplimiento debería ser sancionado, de ahí la importancia de volver la mirada hacia sus efectos instrumentales y hacia sus mecanismos de vigilancia y control.
Lo anterior reviste especial importancia en las sentencias estructurales, como es el caso de la reconocida sentencia de desplazamiento forzado en Colombia que recientemente conmemoró 20 años. Millones de personas esperan el cumplimiento de las órdenes estructurales promulgadas por la Corte Constitucional, tanto en la sentencia T-025 de 2004, como en las numerosas decisiones que le hacen seguimiento. Por supuesto, es innegable todo lo que simbólicamente generó esta sentencia para la población desplazada y que documentaron, de manera excepcional, César Rodríguez y Diana Rodríguez hace 14 años en un texto que es un referente teórico y metodológico sobre el cumplimiento de los fallos estructurales.
Sin embargo, ya es hora de que pasemos a valorar si las sentencias estructurales, como la que aquí menciono, han impactado de forma positiva en la vida de la población que protegen, es decir, si han cumplido las promesas constitucionales para que, en su caso, la constitución adquiera carácter normativo.
El potencial transformador de las constituciones reside no solo en su carácter de símbolo de lucha para los movimientos sociales y en el impulso del activismo legal, sino también en su carácter normativo, porque contiene obligaciones que debemos exigir a las autoridades, y esto es algo a lo que no deberíamos renunciar. Creo, como sugiere Julieta Lemaitre (2016, p.393), que hay que reivindicar la ilusión, “no como un vivir engañados, sino como un participar en la construcción de otro mundo”. Celebro las normas y las sentencias que desarrollan los mandatos constitucionales como una forma de avanzar en las promesas, de recordarnos que están ahí para hacerlas exigibles y para dar cuenta de su potencial emancipador, que no es solo simbólico. Creo que hay que persistir, como diría Lemaitre, en la fantasía de que se cumplan las promesas constitucionales.