[Nota editorial: Esta es la TERCERA PARTE de un simposio sobre las recientes reformas constitucionales que afectan al poder judicial en México. La introducción al simposio puede encontrarse aquí. Los artículos del simposio están publicados en ICONnect (en inglés) y en IberICONnect (en español). Agradecemos a Ana Micaela Alterio y a David Landau su trabajo en la organización del simposio y la colaboración entre los blogs].

Puedes encontrar la entrada homóloga en ICONnect aquí.

México deja atrás semanas frenéticas en las que la comunidad jurídica ha dedicado muchos esfuerzos a entender y evaluar lo mejor posible la reforma judicial, y a explicarla ante distintas audiencias. Semanas difíciles dedicadas a articular las razones por las cuales la reforma nos ha parecido a tantxs innecesaria, contraproducente, técnicamente defectuosa y, sobre todo, peligrosa para la democracia, la justicia social y el pueblo al servicio de la cual sus promotores la presentan. Semanas sombrías en las que la imposibilidad de encontrar razones para defenderla nos ha situado en un espacio incómodo, contrapuesto al de una mayoría desinformada y por lo tanto indiferente a sus contenidos y consecuencias, y al de una minoría alineada con las consignas de un discurso oficial post-verdadero que la ha defendido afirmando que con ella se hace lo opuesto a lo que en realidad se hace.

En esta entrada, de manera necesariamente muy simplificada, esbozo algunos elementos de contexto más amplio, para las audiencias externas que no han seguido de cerca los desarrollos mexicanos. La preocupación que genera la reforma no se acaba de dimensionar si no se toma en cuenta este trasfondo más amplio.  

Un inesperado patrón de retroceso democrático 

Septiembre de 2024 será recordado como el mes en el que México tomó un camino sin retorno cuyo destino a medio plazo ignoramos. Pero la reforma judicial no es un hecho aislado, sino la culminación e inesperada mutación final de un proceso que se ha desarrollado durante los pasados seis años. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) fue elegido Presidente sobre la base de un programa político que se anunciaba de izquierda y que recibió en las urnas el apoyo masivo de una ciudadanía harta del desempeño mediocre de sus antecesores y con demandas genuinas de mayor justicia social. Desafortunadamente, su gobierno fue desplegando al pie de la letra el libreto típico del populismo autoritario legalista propio de nuestro tiempo (con algún toque personal que enseguida referiré). Su gestión ha estado marcada por el antipluralismo, el rechazo de los límites constitucionales, la demagogia populista, la militarización de los asuntos públicos y el despliegue de políticas económicas y sociales de continuismo neoliberal. 

La aversión al pluralismo se ha traducido en ataques diarios en la conferencia mañanera (con frecuencia seguidos de acción y regulación) a casi todos los sectores de la sociedad: la prensa, las organizaciones de la sociedad civil, la comunidad científica, las universidades, la entera clase media, denostados todos como conservadores y enemigos de la “4T” (la cuarta transformación de México). El rechazo a los contrapesos y límites constitucionales, ubicuo y continuo, se ha traducido en el ataque, debilitamiento e intento de cooptación de los organismos constitucionales autónomos, sobre todo el Instituto Nacional Electoral, y los ataques continuos al poder judicial, en particular a la Suprema Corte. La demagogia populista ha sido la constante de un líder que se ha proclamado representante único y verdadero del pueblo frente a las “élites corruptas” y que ha generalizado un discurso público permanentemente confrontativo y despreocupado por la veracidad de los hechos. La militarización inició con la creación de una Guardia Nacional entrenada militarmente y continuó con el traspaso al Ejército y a la Marina no solo de la seguridad pública, sino también de la administración de puertos y aeropuertos y la ejecución de las mega obras públicas promovidas por el gobierno (el Tren maya, el aeropuerto Felipe Ángeles y el Corredor Transoceánico), otorgando a los militares un enorme poder económico. En el ámbito socioeconómico, la gestión de AMLO ha debilitado las estructuras administrativas, aumentando masivamente las transferencias incondicionadas de dinero en lugar de emprender reformas encaminadas a generar las precondiciones estructurales de la ciudadanía y del bienestar. El aumento del salario mínimo y la ligera reducción de la pobreza no extrema al final del sexenio quedan descoloridas ante los aumentos en los productos básicos y la degradación de la cobertura sanitaria y educativa básica

Los “toques” personales de AMLO en el contexto de las narrativas de retroceso democrático han sido un “legalismo” estratégico menos acentuado que el de otros líderes, pues el Presidente ha criticado con frecuencia los requisitos legales y durante su gestión ha prevalecido el desaseo procedimental; un pragmatismo desatado en la relación con los Estados Unidos (y por consiguiente, en la política migratoria) y una política de “dejar hacer” con el narcotráfico que, aunque en un principio parecía prometer más que una de enfrentamiento abierto, ha dejado a gran parte del territorio bajo el control cuasi total del crimen organizado y sumido en niveles de violencia indecibles. 

La bola de nieve 

Ante una oposición política inerme y penosa, el “programa” descrito ha ido avanzando a lo largo del sexenio sin demasiados obstáculos, con algún contrapunteo a manos de los organismos autónomos y del poder judicial y, desde 2021, con la limitación impuesta por el hecho de que Morena perdiera en las elecciones intermedias la mayoría necesaria para reformar en solitario la constitución. Esta circunstancia impidió al Presidente ver aprobada la reforma constitucional conocida como el “Plan A”: la sustitución del INE por un Instituto Nacional de Elecciones y Consultas integrado por miembros elegidos por sufragio universal –circunstancia que llevó al Presidente a impulsar la aprobación del “Plan B”: una reforma de rango meramente legal en la que reducía drásticamente las capacidades administrativas del INE y ponía en riesgo el adecuado cumplimiento de sus funciones—. 

Una Suprema Corte crecientemente debilitada —el Presidente ha podido nombrar a cinco de sus integrantes, en lugar de los tres habituales y buscó su control político mediante la cercanía con el anterior Presidente de la misma—alcanzó a invalidar algunas cuestiones que entraban en contradicción flagrante con la Constitución: el traslado de la Guardia Nacional a mando militar (contrario al artículo 21 CPEUM); la prolongación del mandato del Presidente de la Suprema Corte (contrario al artículo 97 CPEUM); el decreto que declaraba de “seguridad nacional” las obras públicas faraónicas, eliminando con ello permisos previos, evaluaciones de impacto ambiental y otras reglas de ejecución. Pero la Corte no invalidó, por ejemplo, el decreto militarista que habilitaba la colaboración “temporal” de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, bajo el argumento de que se limitaba a reproducir el transitorio de una reforma constitucional; ni las reformas a la Ley de la Industria Eléctrica que el Presidente había promovido para aumentar el control estatal sobre le generación de energía, a pesar de que son regresivas en términos de protección ambiental; y evitó la confrontación directa con el Ejecutivo al resolver con una pirueta ambigua sobre la constitucionalidad de la consulta popular con la que el presidente pretendía habilitar el enjuiciamiento de los expresidentes. La Corte declaró inconstitucionales varias leyes por violaciones flagrantes al procedimiento legislativo —entre ellas el Plan B— pero siguió la estela sus antecesoras al no animarse a desarrollar una doctrina sobre la inconstitucionalidad de las reformas constitucionales, ni siquiera por vicios procedimentales. Una de las ironías de los acontecimientos de septiembre del 2024 es que neutraliza a uno de los poderes judiciales menos politizados y más gradualistas y moderados de América Latina frente a las otras ramas del poder –que, por lo mismo, ha sido el chivo expiatorio perfecto al no tener insuficiente legitimidad social acumulada ante los ojos de la ciudadanía—.

En febrero de 2024, el Presidente envió al Congreso 20 iniciativas de reforma, dieciocho constitucionales y dos legales. Una de ellas era el “Plan C” (consistente en reformar/neutralizar la Corte que se había atrevido a invalidar el Plan B y, aprovechando el viaje, el resto del poder judicial estatal y federal) pero a él se añadían un número importante de otras medidas. Algunas a celebrar (como la previsión de medidas especiales en zonas con escasez de agua y el refuerzo de los derechos a las comunidades indígenas y afromexicanas), alguna absurda (como prohibir en la Constitución el uso de vapeadores) y varias peligrosísimas, como la extensión (otra más) de la prisión preventiva automática; el paso definitivo de la Guardia Nacional a control militar y la habilitación de la acción militar en todos los espacios de la vida civil; la desaparición de los principales organismos autónomos, entre ellos los de competencia económica y el de transparencia; la reforma electoral; y la reforma judicial. La reforma judicial, en particular, parecía una burla: no abordaba ninguna de las causas que están atrás de los problemas de impunidad e insuficiente acceso a la justicia (las fiscalías, la policía, la complejidad procedimental, los puntos débiles de la justicia local) y preveía medidas radicales que mandataban la destitución de todos los juzgadores estales y federales en activo (más de 6,000 cargos), eliminaban la carrera judicial y la sustituían por un sistema de elección por sufragio universal destinado a todas luces a subordinar políticamente a la judicatura tanto ex ante (dada la mecánica de postulación) como ex post (mediante la creación de un Tribunal de Disciplina de competencias abiertas) y a debilitarla como rama del poder en casi todas las vertientes relevantes.   

El Plan C (como acabó llamándose todo el paquete) fue tomado por muches como una especie de testamento político simbólico de AMLO, en espera de que las elecciones de junio dejaran paso a un panorama distinto, con una Presidenta distinta y unas mayorías políticas distribuidas. Pero Morena ganó ampliamente las elecciones. El uso de la maquinaria estatal al servicio del partido y otras técnicas clásicas del priismo; el rédito político generado por las transferencias directas de dinero; la ausencia de buenas alternativas de oposición; la disposición de parte de la izquierda a dar un voto de confianza a una mujer que parecía racional y preparada, y el enorme carisma popular de un líder capaz de neutralizar cualquier dato en su contra, por grave que sea, otorgaron a la coalición oficialista el 54 % del voto. La interpretación que las autoridades electorales (también debilitadas) hicieron de las reglas sobre sobrerepresentación llevaron a asignarle el 73 % de las curules en Diputados. En el Senado, el oficialismo quedó tres senadores por debajo de la mayoría necesaria para reformar la constitución. 

Dos días después de las elecciones se desencadenó una dinámica política desenfrenada, impulsada por una única voluntad: la voluntad del Presidente saliente de conseguir, por cualquier medio, lo más rápido posible, antes del 1 de octubre, que el nuevo Congreso, políticamente entregado a su liderazgo, aprobara la reforma judicial y otros ingredientes selectos del Plan C. Nada de lo que ha ocurrido durante este periodo de transición ha sido democrático: ni la simulación de los foros oficiales de diálogo y la ignorancia de muchos otros que trataban de dar un debate genuino sobre la reforma; ni la indiferencia frente a las masivas movilizaciones de estudiantes y trabajadores judiciales; ni la tramitación parlamentaria, dividida entre el Congreso saliente y el entrante y sin deliberación real, haciendo eco de una voz única. En la Cámara de Diputados se votó la reforma en condiciones que no dejan siquiera claro que hubiera un cuórum regular. En el Senado, Morena consiguió la fuga de dos senadores de la oposición a sus filas y las maniobras para conseguir el voto opositor faltante es un monumento a la podedumbre política. Las legislaturas estatales, la mitad de las cuales debía aprobar la reforma, se lanzaron a la carrera a hacerlo—en poco más de 21 horas ya la habían aprobado las 17 que eran necesarias—. Una maquinaria política arrolladora ha ido agrandando una bola de nieve imparable, que tras la aprobación de la reforma judicial ha continuado con la militarización final de la Guardia Nacional y cambios radicales al artículo 129 que permitirán a las fuerzas armadas desempeñar en tiempos de paz todas las funciones que les encomienden las leyes.

La (insostenible) persistencia de lo viejo 

Mientras se presentan impugnaciones contra la reforma y el INE se ve forzado a iniciar el proceso que ha de llevar a la elección judicial del próximo junio, Claudia Sheinbaum recibe este 1 de octubre un país lastrado por problemas inmanejables: narcotráfico, violencia, desigualdad, militarización, endeudamiento, crisis climática. Ahora también los generados a la velocidad del sonido por un Presidente que no ha querido soltar el poder durante su periodo de cesante y que lo ha usado de modos que comprometen seriamente la gestión entrante. Era irracional aprobar una reforma que no resolvía ningún problema y generaba muchos nuevos. Pero es la irracionalidad lo que ha prevalecido –o, en cualquier caso, una racionalidad al servicio de fines incompatibles con la democracia y la justicia social—.

La reforma judicial mexicana de 2024 no es la consolidación de lo nuevo sino la última mueca de lo viejo, el legado de una manera de hacer política que nunca acabó de irse, el testimonio de lo que no se transformó. La institucionalidad imperfecta mexicana construida a lo largo de treinta años parece definitivamente destinada a colapsar. Los tiempos de la mejora gradual han sido arrasados por la bola de nieve autocrática del mes de septiembre del 2024 y no sabemos muy bien qué hay delante. En el peor de los casos, un régimen autoritario o mixto. En el mejor, una difícil vuelta a empezar que genere, con el paso del tiempo, nuevas y mejores instituciones democráticas.


Cita recomendada: Francisca Pou Giménez, «Simposio “Reforma Constitucional al Poder Judicial Mexicano”, PARTE III: La bola de nieve de la reforma judicial y el estado de la democracia mexicana», IberICONnect, 2 de octubre de 2024. Disponible en: simposio-reforma-constitucional-al-poder-judicial-mexicano-parte-iii-la-bola-de-nieve-de-la-reforma-judicial-y-el-estado-de-la-democracia-mexicana/

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