[Nota editorial: Esta es la SEXTA PARTE de un simposio sobre las recientes reformas constitucionales que afectan al poder judicial en México. La introducción al simposio puede encontrarse aquí. Los artículos del simposio están publicados en ICONnect (en inglés) y en IberICONnect (en español). Agradecemos a Ana Micaela Alterio y a David Landau su trabajo en la organización del simposio y la colaboración entre los blogs].
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La reforma llegó
La reforma judicial de 1994 tuvo su fecha de caducidad 30 años después, en 2024. El pasado 15 de septiembre se cerró un ciclo que, aunque inacabado, había establecido una Corte Constitucional a toda regla, propia de una democracia, también constitucional.
El de 1994 no era un modelo intocable. Pero sí contábamos con una Corte consolidada, que demostró capacidades de contención al abuso del poder. La reforma del 2024, ahora sabemos, es una respuesta a decisiones de la Corte en contra de leyes y proyectos emblemáticos del gobierno en funciones (inconstitucionalidad del mando militar para la guardia nacional y del plan electoral, por poner dos ejemplos).
A pesar de ello, las reformas judiciales de 1994, y otras posteriores, nunca tuvieron el propósito de transformar el sistema mexicano de justicia por completo. La reforma del 2011 al sistema de derechos humanos fue insuficiente. Ninguna reforma ha incluido los cambios urgentes que siguen reclamando los ámbitos de la justicia más próximos a la gente. Mucho menos mejoraron las condiciones de acceso a la justicia para todas las personas.
La reforma judicial de 2024 incurre en el mismo error, pero lo amplifica a su máxima expresión: diluye el sector de la justicia que venía mostrando un progreso sostenido y que, en términos generales, operaba con profesionalismo el juicio de amparo, esto es, el Poder Judicial de la Federación, liderado por la Suprema Corte.
Una Suprema Corte popular para la Nación: 6 problemas
Una manera de calibrar el futuro de la Suprema Corte es observando las riesgosas transformaciones que introduce la reforma. Apuntaré 6 problemas inmediatos.
El primer problema no puede ser otro que la elección popular de los ministros. Desde luego, no es lo mismo hablar de la elección popular de una Corte con 9 u 11 integrantes, que de la elección de más de 1700 jueces y magistrados de la Federación. La reforma pudo haber establecido solo la votación popular de los ministros de la Corte. Pudo evitar un cese masivo del Poder Judicial federal (inaceptable desde la perspectiva de nuestro sistema interamericano de derechos humanos; por poner un representativo ejemplo, en el caso del Tribunal Constitucional vs. Ecuador). Por más que se establezcan dos elecciones para ese cese total: una mitad en 2025 y otra en 2027.
Elegir solo a la Suprema Corte pudo ser posible no sólo por la distinta naturaleza de sus funciones (un tribunal terminal con pocos integrantes, que realiza una justicia concentrada). Sino por las alucinantes complicaciones operativas que implicará la votación de numerosos cargos judiciales con una alta probabilidad de realizarse con votos desinformados, en el mejor de los casos. O que enfrentará el potencial desdén de votantes que deberán llenar cientos de boletas, lo cual supondrá que cada uno de ellos deba invertir varias horas de su tiempo en una jornada electoral.
Pues bien, cada poder (Ejecutivo, Legislativo y el propio Judicial) nominará a sus candidatos a ministro. Habrá un “comité de evaluación” en cada poder, conformado por cinco personas “reconocidas en la actividad jurídica”. Entre otras cosas que detalla la Constitución, este comité identificará a las personas mejor evaluadas. En el caso de los aspirantes del Poder Judicial, el Pleno de la Corte nominará a sus propios candidatos: tres personas, por mayoría de seis votos. Será inviable que el Pleno cuente con un comité. En cualquier caso, es previsible que estos aspirantes tengan menores posibilidades de triunfo, de continuarse con un discurso presidencial abierto, con efectos masivos que, sin prueba alguna, los denuesten y desprestigien frente a la ciudadanía. Así lo ha hecho el presidente de la República, desde hace meses, contra todo el Poder Judicial, mientras se gestaba su reforma.
Los aspirantes al cargo de ministro comparten reglas comunes, aplicables a todos los aspirantes a otros cargos judiciales federales: deben presentar un ensayo de tres cuartillas donde justifiquen los motivos de su postulación y aportar “cinco cartas de referencia de sus vecinos, colegas o personas que respalden su idoneidad”. Deben contar con conocimientos técnicos para el desempeño del cargo y ser personas que “se hayan distinguido por su honestidad, buena fama pública, competencia y antecedentes académicos y profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica”. Menos mal.
El segundo problema es la reducción del número de ministros (de 11 a 9) y el método para elegir a la presidencia. Quien obtenga el mayor número de votos será su presidente(a). En principio, la sola reducción numérica no merece especiales consideraciones críticas, más allá de que incrementará la carga de trabajo de las 9 ponencias (se entiende que la presidencia, ahora sí, podrá proponer proyectos de sentencia). Sí que habrá un problema de legitimidad del nuevo presidente(a), dado que no será elegido entre sus pares. Los dos años de duración de la presidencia serán insuficientes para afianzar una política judicial de mediano aliento en el máximo tribunal.
Otro cambio sensible es que la presidencia de la Corte ya no ejercerá la presidencia del Consejo de la Judicatura o, mejor dicho, no ejercerá la presidencia de ninguno de los dos órganos que lo sustituirán: el Tribunal de Disciplina Judicial y el Órgano de Administración Judicial.
El tercer problema es la modificación del sistema de votación en la impartición de justicia concentrada. La reforma reduce de 8 a 6 la votación calificada necesaria para invalidar las leyes. Sin embargo, el régimen transitorio nada dice respecto a cómo debe operar la Corte en estos meses (antes de la elección). Esto, tomando en cuenta que, en la actualidad, se mantienen en el cargo 11 ministros y que, en poco tiempo serán 10 (el 30 de noviembre de este año concluye su cargo el ministro Aguilar Morales). Al mismo tiempo, está vigente la nueva regla de votación de 6 votos.
Dado que el artículo décimo primero transitorio del decreto establece que esta reforma debe interpretarse en su literalidad, sin que “haya lugar a interpretaciones análogas o extensivas”, debe entenderse que, hoy por hoy, la Corte en funciones puede declarar la invalidez de cualquier norma general con su mayoría simple (incluido, en su caso, el propio decreto de reforma constitucional al Poder Judicial, que pronto estará bajo análisis).
El cuarto problema es la desaparición de las Salas. De acuerdo con el último informe anual de la presidencia de la Corte, durante el 2023, las dos Salas resolvieron 2,623 asuntos (por 833 del Pleno). Con el traslado de estos asuntos al Tribunal Pleno es evidente que no se tendrá la misma capacidad de respuesta para un cúmulo exponencial de asuntos, que puede rondar los 3,500 asuntos al año. Esto implicará la necesidad de seleccionar los casos para que solo los más relevantes y trascendentes (por si no todos lo fueran) se discutan de manera pública. El Pleno no podrá debatir en público todos los casos porque será humana y cronológicamente imposible.
El quinto problema es la duración en el cargo. Desde 1994, se estableció que los ministros durarían en su cargo 15 años. Esta solución fue decisiva porque permitió una renovación escalonada y, sobre todo, transexenal de los cargos. Así, no se empataban con los sexenios presidenciales, lo cual era positivo para su independencia decisoria. Con la reforma, se establece un periodo de 12 años improrrogables. Ahora, se presenta el llamativo problema de que la elección de ministros sí se empatará con las elecciones de los poderes políticos. Al tratarse ahora también de cargos electivos, con el esquema vigente, se observa un efecto perverso: que sea el mismo electorado que elige a los poderes ejecutivo y legislativo el que, al mismo tiempo, elija a los ministros. La boleta de votación se encargará de especificar qué candidatos propone cada poder.
El propósito detrás de este arreglo cronológico no puede reducirse a razones de austeridad o economización de las elecciones. Tiene que ver con que las fuerzas mayoritarias que respaldan al poder político deslicen su voto hacia los candidatos judiciales que propongan el Ejecutivo y el Legislativo. Con ello, potencialmente se conseguirá una identidad ideológica de los tres poderes, no dejándose ninguna posibilidad a la independencia de la Corte. Como, por cierto, con ese sistema electivo, tampoco se ha garantizado la independencia del Congreso de la Unión.
El sexto problema es el relativo a los requisitos para ser ministro de la Corte. Entre ellos destaca la eliminación de los 35 años como edad mínima para ser designado, con lo cual, ahora no existe ninguna limitación de edad. Además, debe acreditarse “un promedio general de calificación de cuando menos 8 puntos, o su equivalente, y de 9 puntos, o su equivalente, en las materias relacionadas con el cargo al que se postula en la licenciatura, especialidad, maestría o doctorado” (se entiende que en cualquiera de ellos). No importa de qué Universidad se trate. Además, en lugar de tener un título de licenciatura en derecho con 10 años de antigüedad, como se decía antes, ahora deberá probarse una “práctica profesional de cuando menos 5 años en el ejercicio de la actividad jurídica”.
La reforma de 1994 establecía que los nombramientos de los ministros debían recaer preferentemente entre aquellas personas que “hubieren servido con eficiencia, capacidad y probidad en la impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica” (cursivas añadidas). Este párrafo fue eliminado por la reforma de 2024.
Una conclusión necesariamente preliminar
El futuro de la Suprema Corte no es alentador en términos del control del poder, ni en términos del contrapeso que llegó a ejercer, con diversas intensidades, a lo largo de las últimas 3 décadas en México. La Suprema Corte de 1994 ha muerto de éxito.
Es difícil no concluir que se ha trivializado aún más el acceso al cargo. Esto no significa que los requisitos que se exigían antes hayan sido los idóneos. En el sistema anterior pudo haberse admitido, por ejemplo, que algunos ministros provinieran de la carrera judicial, o que ningún aspirante proviniera directamente de cualquier cargo de la administración pública. Sin embargo, algunos requisitos vigentes rayan en lo absurdo. Se ha perdido la oportunidad de construir un modelo más allá de ambos esquemas, en todo caso, con requisitos más exigentes. No era esa, ni mucho menos, la preocupación de nuestros reformistas.
Uno de los más graves problemas de la nueva Suprema Corte será su nuevo talante interpretativo. No contaremos más con una Corte con vocación contra mayoritaria, sino con una pro mayoritaria. Es de esperarse una vuelta al formalismo constitucional, una deferencia máxima al legislador, un ejercicio autómata de la función judicial. Si este diagnóstico resulta correcto, podría llevarnos a regresiones de los estándares protectores de derechos humanos que mucho trabajo costó construir y que hoy están vigentes en la jurisprudencia.
Así, la interpretación constitucional con metodologías distintas a la literalidad se vislumbra como una ruta vedada porque será inmediatamente calificada como “invasión de poderes”. La amenaza de juicio político, con las mayorías calificadas del oficialismo en las cámaras, estará latente, al menos claramente en la primera mitad de este sexenio. En definitiva, estamos en la antesala de una Suprema Corte obsequiosa con las mayorías legislativas y el régimen político imperante. En estas desalentadoras condiciones, la pregunta realmente relevante hoy por hoy es: ¿por cuánto tiempo?
Cita recomendada: Alfonso Herrera, «Simposio “Reforma Constitucional al Poder Judicial Mexicano”, PARTE VI: El futuro de la Suprema Corte», IberICONnect, 7 de octubre de 2024. Disponible en: https://www.ibericonnect.blog/simposio-reforma-constitucional-al-poder-judicial-mexicano-parte-vi-el-futuro-de-la-suprema-corte/