Las turbulencias en las relaciones bilaterales entre México y Estados Unidos, que iniciaron con la llegada de Trump a su segunda administración, no dan tregua: en medio de la suspensión de los anunciados aranceles del 25% en contra de todo tipo de productos mexicanos y canadienses, se dio a conocer la intención de establecer el mismo gravamen a todas las importaciones estadounidenses de acero y aluminio; una medida con especial impacto para América del Norte, al sumar Canadá y México alrededor del 40% del total de las exportaciones de dichos metales. Si bien la medida encuadra en la retórica usual de Trump sobre supuestas injusticias hacia Estados Unidos en el comercio internacional y una guerra comercial global y generalizada, el hecho de que estos aranceles se anunciaran a solo diez días de la tregua acordada entre Trump, primero con Sheinbaum y luego con Trudeau, indican claramente la facilidad con la que el mandatario estadounidense decide unilateralmente romper sus “deals”. Hay que recordar que Trump no dejó pasar la oportunidad de subrayar en ese contexto que México “no está haciendo suficiente” para frenar el trasiego de droga y el paso de migrantes a su país, a pesar de los diez mil elementos de la Guardia Nacional enviados a la frontera norte y las confiscaciones de droga que se han ido sumando desde el inicio de la administración Sheinbaum. Ello deja claro que cualquier suspiro en las ríspidas relaciones bilaterales no promete ser más que eso: un alivio engañoso en una relación que el vecino del norte está dispuesto a conducir bajo la amenaza.
La comentocracia mexicana ha estado unida en torno a este asunto como hace mucho no lo estaba, elogiando la “cabeza fría” con la que enfrenta la Presidenta a su “impredecible” homólogo (entre las pocas excepciones, véase aquí y aquí). La prensa internacional ha elogiado a Sheinbaum por su capacidad de “reescribir las reglas” para lidiar con su “errática contraparte”. En cuanto a reacción retórica, concuerdo en que la gestión desde Palacio Nacional ha sido atinada. Y, por supuesto, que en diplomacia la retórica es parte esencial del juego. Sin embargo, ello no equivale a una estrategia a mediano plazo – ya no se diga una idea hacia el futuro de cómo reestructurar la política exterior de México en un mundo en turbulencia. Tampoco me parece que sea la impredecibilidad de Trump el principal desafío; a fin de cuentas, sí hay certeza de que, con Trump, Estados Unidos ya no es un socio confiable. Las nuevas constantes de Washington en sus relaciones exteriores están bien definidas: el recurso al bilateralismo asimétrico y el correspondiente debilitamiento sistémico del multilateralismo, así como el uso de la coerción para amagar “deals” desiguales.
Históricamente, en las relaciones y el derecho internacionales, el bilateralismo ha sido empleado como una táctica hegemónica de los países más poderosos, quienes así pueden imponer con mayor facilidad sus intereses a la contraparte en desventaja. En cambio, en el multilateralismo, la capacidad de negociación de los menos poderosos incrementa significativamente debido a varios factores, desde la posibilidad de forjar coaliciones, hasta los marcos jurídico-procedimentales que favorecen principios normativos como la igualdad formal y la transparencia; en ello consiste el gran mérito del “multilateralismo organizado por el derecho”. Desde su primer gobierno, Trump dejó claro que su apuesta es el bilateralismo como política económica de la fragmentación, al más puro estilo divide et impera. México tuvo la prueba más contundente durante las negociaciones del T-MEC, que más que un tratado subregional es una serie de tratados bilaterales con características desiguales, como la cláusula que prácticamente le prohíbe a México entrar en un tratado comercial con China – la primera fase en el desmantelamiento de la incipiente idea de América del Norte. Trump está decidido a quebrantar el multilateralismo organizado mediante una serie de afrentas: saliéndose de tratados e instituciones internacionales, haciendo declaraciones terroríficas que vislumbran intenciones de posibles crímenes de lesa humanidad (Gaza), ignorando a Ucrania y a Europa entera en una posible capitulación ante Putin, manifestando deseos imperialistas de expansión, ya sea por la compra o incluso la fuerza, así como amenazando a funcionarios internacionales que atentan contra los intereses de sus amigos (sanciones a jueces de la Corte Penal Internacional por las órdenes de aprehensión contra Netanyahu, e implícitamente también Putin).
Hace ocho años ya había mostrado su desdén por el multilateralismo, pero ahora lo está haciendo con mayor virulencia, gracias a la ausencia de contrapesos políticos internos y, aunque menos comentado, externos. Hay que decirlo, desde antes del 20 de enero de 2025, el sistema internacional se encuentra en crisis: las guerras en Ucrania y Medio Oriente, la falta de solidaridad internacional en el manejo del Covid-19 y otras grandes desigualdades globales, el desgaste autoinfligido del modelo liberal-occidental, y el auge de nacionalismos populistas anti-democráticos en diversas regiones del mundo. Todo ello allanó el camino hacia el (des)orden internacional que promueve Trump, y que todavía no sabemos bien hasta dónde llegará (pero al ritmo que va, ya no me sorprendería si anunciase la intención de sacar a Estados Unidos de la ONU).
La coerción es la segunda constante de la política exterior trumpista. De larga trayectoria en las relaciones y el derecho internacionales, al menos desde el fallo de la Corte Internacional de Justicia en el caso de Nicaragua contra Estados Unidos (1986), ha quedado claro que la coerción es una forma de violar el principio de no intervención, cuando un Estado (o grupo de Estados) trata de forzar a otro Estado (o grupo de Estados) a tomar decisiones que conciernen su vida interna (política, económica o social) y/o su política exterior. El significado preciso de la coerción ha sido objeto de debates en la doctrina y de desacuerdos entre Estados, generalmente entre los más poderosos que prefieren una versión restringida de la coerción, y los menos poderosos, abogando por una más amplia, poniendo énfasis en la coerción económica.
En un reciente artículo, Marko Milanovic ha contribuido mucho al esclarecimiento de este concepto, en un momento histórico en el cual su estudio se torna imperativo. Milanovic distingue entre diferentes tipos de coerción, pero quedémonos aquí con la “coerción como extorsión”, que es la modalidad relevante para nuestro análisis. Existe esta coerción cuando un Estado A comete hechos internacionalmente ilícitos para forzar a un Estado B a realizar conductas que se encuentran dentro de su dominio reservado, es decir, que no están reguladas por el derecho internacional y recaen dentro de su jurisdicción exclusiva. Milanovic añade que también se da este tipo de coerción cuando el Estado coercionante recurre a hechos no prohibidos con el mismo fin, siempre y cuando tales conductas adquieran dimensión e impacto suficientes para colocar al país coercionado en la misma premura. El gobierno de Trump ya ha dado señales de que recurrirá a la segunda vertiente, por ejemplo, al cortar ayudas indispensables a países que dependen de ellas, y así forzarlos a aceptar sus “deals”.
En el caso de México, la coerción a la que parece estar recurriendo Estados Unidos es la clásica, toda vez que los aranceles violan el derecho internacional comercial, ante todo el T-MEC, que reemplazó a NAFTA en respuesta al llamado de Trump de negociar un nuevo tratado que fuese “justo para Estados Unidos” (ya aquí la idea recurrente de los nuevos tratados desiguales). Digo “parece” porque es importante aclarar si lo que le exige Trump a Sheinbaum es parte o no del dominio reservado de México. Si bien México tiene una serie de obligaciones internacionales en materia de lucha contra el tráfico internacional de estupefacientes, no existe obligación alguna respecto a la estrategia concreta que se debe seguir al respecto. Se podría argumentar que Trump solo exige frenar el paso del fentanilo a su territorio, y que la decisión de enviar a 10,000 elementos de la Guardia Nacional a la frontera fue una decisión soberana del gobierno mexicano. Ello sería ingenuo. No se trata del número de elementos, ni si debe emplearse la Guardia Nacional o la Marina o el Ejército; supongamos que ello sí lo está decidiendo el gobierno de Sheinbaum. Pero, ¿qué es, realmente, lo que Trump demanda de México? Determinarlo no es fácil porque se desprende de una serie de declaraciones ofensivas, formuladas en un lenguaje coloquial y vago, así como de una cascada de órdenes ejecutivas. Y esa indeterminación conceptual es el mayor problema práctico, pues así Trump siempre podrá alegar que “México no está haciendo suficiente”. En el “deal desigual” trumpista, una parte define a su antojo los términos y se deslinda de toda obligación recíproca; no es un pacto que deba honrarse (¡adiós pacta sunt servanda!). Estados Unidos ya no es un socio confiable porque ha sustituido el tratado por el deal, que no es ni contrato ni transacción, es imposición.
Derivado del contexto actual de la relación bilateral – incluyendo los aviones, porta-aviones y drones militares muy cerca de (o en) territorio mexicano – yo diría que lo que Trump exige a México es que frene “la invasión” de migrantes y de droga, más todo lo demás que luego se le ocurra agregar (dictar los parámetros de la relación comercial de México hacia China, de la relación bilateral con Cuba, y/o alguna locura relacionada con el Golfo de México, más allá del nombre, podrían integrar, tarde o temprano, los objetivos del deal). Hablar de “la invasión” (de migrantes y drogas, lastimosamente equiparados) tiene una dimensión intervencionista-militar, la peor forma de la coerción, objeto de análisis separado sobre la amenaza del uso de la fuerza estadounidense en territorio mexicano – de ahí lo oportuno del posicionamiento oficial de México sobre el derecho del uso de la fuerza y su vehemente rechazo a la doctrina subjetiva de los “indispuestos o incapaces” (“unwilling or unable”). Por lo pronto, quiero destacar que lo que el gobierno estadounidense le pide a México es un imposible, pues no depende de México, ni exclusiva- ni principalmente; se trata de fenómenos globales relacionados con cuestiones incluso planetarias como el cambio climático, por un lado, y con un mercado transnacional de estupefacientes y de armas, por el otro, cuyo epicentro es Estados Unidos. De ahí que Sheinbaum acierte al recurrir al lenguaje de la responsabilidad compartida. El tema es que, si dicho lenguaje es tomado en serio y empleado en defensa de la soberanía, México tendría que reconsiderar seriamente si debe continuar negociando deals. Ante la codependencia económica de ambas sociedades, ello representa un dilema, aunque justamente por dicha codependencia en la relación bilateral en su conjunto, quizá no sea tan iluso como parece de antemano.
El bilateralismo asimétrico, la coerción y la vaguedad de lo que se busca extorsionar del otro son las características de la política económica del deal trumpista, que en cierto sentido representa la nueva forma de tratados desiguales. No tengo respuesta sobre cuál debería ser la estrategia para contrarrestar esa situación, pero si las políticas exteriores, y las políticas legales internacionales en particular, de México y de otros países, se van a guiar por la máxima de no poner en riesgo los deals, ya quedó claro quien lleva la ventaja y todo lo que está en juego para el frágil sistema internacional.