No hay novedad en afirmar que la democracia está en crisis. Por de pronto, porque se la intenta reducir a la participación electoral y el ejercicio del sufragio y, de esta manera, se desalienta cualquier otra manifestación que permita una canalización de las demandas no atendidas por un Estado. Esta crisis es del régimen político, pero también de sus instituciones, entre las que destacan el órgano legislativo. Limitar la democracia a las elecciones de asambleas legislativas, que Sager ha llamado democracia electoral, puede ser una forma débil y peligrosa para el ejercicio de derechos ya que “los representantes políticos electos se ven inevitablemente atraídos, en un grado considerable, a responder al poder de los votos o del dinero” (Sager, 2004, 204). En el caso de los votos, se trata del compromiso de un representante con su base, aunque podría generar inconvenientes por el tipo de promesas realizadas, no entraré en este punto. Sin embargo, la importancia del poder del dinero es una observación de mayor calado. Si el peso de los votos está condicionado por lo que se haya ‘invertido’ en una campaña, supone una vulneración de la promesa democrática de la igualdad de poder político de cada ciudadano/a. De ahí la importancia de la regulación de las prácticas de lobby y financiamiento de las campañas, porque las autoridades electas no se deben ni a financistas ni a quienes detectan poder fáctico, se deben a los representados. Y esta idea de la igual ciudadanía también está en crisis y también se arrastra a la ley en tanto manifestación de la soberanía de un pueblo, ya que su carácter popular se atenúa en la medida que en numerosas ocasiones se negocia fuera del poder legislativo – la sede propia de la deliberación (de Cabo Marín, 1994, 71).
Además de lo dicho, también se advierten complejidades por la transformación del Estado. Si nos detenemos en sus tres rasgos clásicos (soberanía, territorio y población), la primera ha dejado de constituir un poder supremo, teniendo que admitir zonas de soberanía compartida; el territorio se diluye puesto que sus fronteras son difusas, sea en el ámbito militar o económico y en cuanto a la población, el fenómeno de la inmigración la hace cada vez más variada y compleja (Sotelo, 2010, 319-320). Con todo, donde más se advierte la transformación es en el ámbito económico, puesto que muchas de las funciones económicas del Estado se le están sustrayendo, llegando a pensar algunos, según Sotelo que “éste (el Estado) había perdido su principal razón de ser, al traspasar el mercado su marco jurídico y territorial” (Sotelo, 2010, 329).
Aunque los fenómenos descritos son diversos, cada uno de ellos objeto de análisis más robusto, delatan algo en común, que vivimos en un momento de tensión. Sin embargo, a la experiencia de la crisis quisiera restarle dramatismo toda vez que forma parte de nuestra vida cotidiana y también de una sociedad. De hecho, como señala Lucas Verdú, todas las estructuras de la convivencia política han surgido de la crisis, de una crisis previa, se consolidan durante un cierto tiempo y al fin ceden paso a otras nuevas, que también decaerán. Esto es así porque el Estado, como estructura convencional, es fruto de una cultura que va mutando permanentemente (1988, 150).
En efecto, crisis es una palabra neutra, que describe un momento de quiebre, a veces incluso drástico y/o violento, que dará paso a otra situación mejor, igual o peor que la anterior. Y en esta idea quiero detenerme.
Si se advierten estas dificultades institucionales, podría sostenerse, al modo como Madison lo sostuvo en los albores del constitucionalismo clásico, que el correcto funcionamiento de las instituciones no puede descansar en la virtud o carácter angelical de sus integrantes. Al contrario, “el test del buen sistema institucional consistía en que pudiera funcionar aceptablemente aun en caso de que los cargos públicos fueran ocupados por ‘demonios’” (Gargarella, 2020, 25-26). Lo anterior es lo que se llama impersonalidad del poder.
El poder político debe ser indiferente a las personas que lo detentan ya que lo relevante es la institucionalidad, que permanece en el tiempo y trasciende a las personas. Y esta idea, tan básica y de sentido común, hoy no lo es tanto y en diversos lugares del mundo estamos observando cómo ciertas prácticas principalmente gubernamentales, están minando las instituciones a vista y paciencia de todo el mundo y sin que operen los mecanismos de contrapeso.
Aunque no soy argentino, sigo de cerca lo que ocurre en ese país. Actualmente hay una determinada manera de ejercer el poder que puede resultar modélica para nuestro entorno y, tal vez, el costo democrático podría ser elevado. En eso radica mi preocupación.
El presidente argentino Javier Milei fue electo en segunda vuelta con un resultado contundente e inapelable. En virtud de ese resultado, ha intentado imponer su programa de gobierno, para lo cual usa el ícono de la motosierra en contra de lo que él llama ‘la casta’. Por cierto, llevar adelante una propuesta programática no es un problema democrático, al contrario, cuenta con el aval popular para hacerlo, sin embargo, los programas reclaman el concurso de la ley, porque es en el Congreso donde también reside la voluntad popular. Y los regímenes presidenciales tienen dificultades de gobernabilidad cuando el poder legislativo es dominado por la oposición política. ¿Qué se hace en esos casos? Pues que la discusión política es más áspera, la negociación se ralentiza y se llegan a acuerdos con cesiones recíprocas, porque no hay otra alternativa ¿O hay otra alternativa? Parece que la hay: la tentación de gobernar por decreto.
En el caso de la Constitución argentina, su artículo 99 establece que “[e]l Presidente de la Nación tiene las siguientes atribuciones” y en el número 3 aparece la atribución de participar en la formación de la ley, con una grave sanción frente al uso de facultades legislativas: “[p]articipa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las promulga y hace publicar. El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”. Un enunciado que deslinda de manera nítida las funciones de los órganos del Estado.
Sin embargo, el párrafo 3 del mismo numeral relativiza las normas anteriores al señalar que “[s]olamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o de régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros”. El famoso Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU). La fórmula de este enunciado tiene una doble limitación. Por de pronto, utiliza un adverbio que denota su carácter extraordinario (solamente) y luego insiste con un complemento (circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos en la Constitución). Aunque los DNU han sido utilizados en otros gobiernos, llama la atención la extensión de la primera propuesta del actual gobierno, rechazada por el Senado en marzo de 2024. Eso llevó a que las propuestas del gobierno se debatieran en el Congreso o … insistir vía DNU pero para materias específicas. Así ocurre con la privatización de aerolíneas argentinas o uno reciente que autoriza la negociación y acuerdo con el FMI.
Lo paradójico para esta herramienta no radica en que se utilice por el gobierno. En definitiva, se trata de una atribución constitucional del presidente de la Nación. No obstante, que un gobierno no cuente con mayoría en el Congreso ¿es una causal del orden “hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes”? En mi opinión, no. Los proyectos presentados por un gobierno se pueden discutir y también rechazar, son las reglas de la democracia y sin saltarse la deliberación que reclama el procedimiento nomogenético. Desde luego, el camino corto es un decreto que, incluso, puede contar con la aprobación del propio Congreso, pero transitar este sendero de manera ordinaria es germen para el autoritarismo y, adicionalmente, transformar en irrelevante al poder legislativo.
El problema de todo este asunto es que, de tener éxito esta manera de hacer política, puede terminar siendo un modelo para los diferentes países que, a un alto costo democrático, lesiona las básicas reglas de un estado de derecho, a saber, la distribución de funciones en el ejercicio del poder estatal.